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Ser humanos

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No cabe duda de que existen seres humanos, y muchos, que hacen espantoso daño.

Todos conocemos desgarradoras historias de violencia doméstica. Muchos vivimos en

zozobra entre asaltos, asesinatos y tiroteos en las calles. En Ucrania, el Medio Oriente,

Afganistán, Etiopía, la República Democrática del Congo, Mali, Myanmar, cientos de

millones de seres humanos están expuestos a las apocalípticas consecuencias de la

guerra total.


Una de las importantes corrientes de pensamiento en la larga tradición intelectual de

Occidente sostiene que no es que podemos hacer daño, sino que somos malos. La idea

de que nuestra evidente capacidad para ser destructivos es aspecto esencial de nuestra

naturaleza viene desde antes de San Agustín y la doctrina cristiana del pecado original,

pasa por Sigmund Freud, Konrad Lorenz y otros que sostuvieron que la agresión es un

impulso natural, y fue afianzada por el antropólogo australiano Raymond Dart,

descubridor de austrolopithecus africanus, quien nos describió a los humanos como

“los simios asesinos” (the killer apes). La tradición intelectual de Occidente también ha

dado amplia cabida a la noción de que nuestro “temperamento” está genéticamente

determinado. El proponente original de esta idea fue el médico griego Galeno, nacido en

Pérgamo, en la moderna Turquía, en el segundo siglo de la era cristiana. Según él, todos

llevamos adentro ciertas dosis de los cuatro “humores” – bilis amarilla, bilis negra,

sangre y flema - la mezcla de los cuales (la palabra “temperamento” viene de

“temperare” o “mezclar” en latín) produce las variaciones observables entre

racionalidad, emocionalidad y otros tipos de comportamientos. Esa idea seminal está

detrás de múltiples variaciones modernas que nos hablan de “tipos” “categorías” y

“colores” de la personalidad.


¿Es válida esa forma de vernos? ¿Es razonable que alguien que acaba de golpear s su

mujer o de cometer un violento asalto responda, si le reclamamos, “¿Qué quieres? ¡Soy

humano!”?


Exploremos.


Durante varias décadas a partir de 1960, el sicólogo y profesor de la Universidad de

Harvard Jerome Kagan y un grupo de cercanos colaboradores estudiaron el

comportamiento y la evolución sicológica de miles de infantes y niños para determinar

si era cierta la que Kagan llama “la profecía de Galeno”. Y llegaron a la clara

conclusión de que, aunque la genética apunta a ciertos potenciales caracterológicos, solo

“sugiere posibilidades”, que la crianza y la experiencia vital luego afianzarán o, al

contrario, no potenciarán en absoluto.


A la luz de esta contundente conclusión, la atribución de sus acciones por el hombre

violento a su “naturaleza humana” no es ni razonable ni aceptable. Es más bien una

triste y despreciable excusa, que menosprecia el auténtico sentido de la palabra

“humano”.


¿Cuál es ese sentido?


Comienzo a responder a esta pregunta planteando que los humanos encerramos, al

nacer, una potencial realidad que el pensador ético Robert Lehmann describe como

“plenamente, auténticamente, totalmente humanos”.


¿Puede una persona ser plenamente, auténticamente, totalmente humana? Creo que sí.

Tengo el privilegio de haber conocido a algunas personas a quienes me parece

totalmente legítimo describir así.


¿Qué significa ser plenamente, auténticamente, totalmente humano?


Creo que serlo tiene cinco dimensiones mutuamente complementarias.


La primera nace de la afirmación de Erich Fromm, en su El arte de amar, de que “el

hombre se volvería loco si no pudiera liberarse de la prisión de su desvalidez frente a las

fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, y extender la mano para unirse en una u otra

forma con los demás hombres y con el mundo exterior. (…) La solución plena está en el

logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, el amor”. La nuestra no es la

única especie capaz de afecto, empatía, ternura y solidaridad, y en consecuencia, no

cabe afirmar que la mera presencia de lazos de amor sea distintiva evidencia de

humanidad plena. Pero el amor humano tiene características especiales, que me inclino

a considerar exclusivamente humanas, entre las cuales la más evidente es la voluntad de

sacrificar hasta la propia vida por quienes amamos. Por ello, pienso que plenamente,

auténticamente, totalmente humana, en primera instancia, es la vida de la persona que

logra responder con amor a la profunda angustia que puede traer nuestra realidad.


Otra forma de entender la vida plenamente humana es la que propuso otro gran sicólogo

y sicoanalista, el austriaco Viktor Frankl, contemporáneo de Fromm, quien planteó que

nuestra necesidad sicológica más esencial es que nuestras vidas tengan sentido. En el

pensamiento japonés existe una noción muy cercana a ésta, la del iki-gai,

frecuentemente traducida como “razón de ser”. Las visiones de Fromm, de Frankl y del

iki-gai no son mutuamente excluyentes: al contrario, la vida tiene claro sentido y razón

de ser para quien responde adecuadamente, a base del amor, a la sensación de

desvalidez.


Una tercera dimensión de la vida totalmente humana, estrechamente vinculada a las dos

anteriores, es el desarrollo de la inteligencia emocional y la salud mental. El doctor

James Gilligan, profundo estudioso de la violencia humana, propone que “La salud

emocional no es la ausencia de dolor. Es la capacidad para soportar sentimientos

dolorosos cuando surgen, sin que impidan que amemos a otros ni que nos sigamos

sintiendo dignos de ser amados.”


Luego, hay una cuarta dimensión de la total humanidad, la moral. Puede

razonablemente argumentarse, creo, que la característica más claramente distintiva de

nuestra especie, cuando la comparamos con las demás especies vivientes, es nuestra

capacidad para formular y valorar preceptos éticos y morales y para someter nuestras

actitudes y nuestros comportamientos a esos preceptos. Sin perjuicio de las dimensiones

del bienestar interior que recién vimos, una vida plenamente humana ciertamente

incluye, además, la plena consciencia de preceptos éticos y el gobierno de nuestras

vidas por ellos. Todos los grandes sistemas ético-religiosos que la humanidad ha

formulado – el taoismo, el zen, el zoroastrismo, el judaismo, el cristianismo, el islam, el

budismo – coinciden notablemente en los aspectos esenciales de sus esquemas éticos y

morales.


Finalmente, percibo una quinta dimensión, la estética, a la condición plenamente,

auténticamente, totalmente humana. Cuando con mi amada esposa escuchamos un

cuarteto de cuerdas de Mozart, o contemplamos los tesoros de los grandes museos,

volamos en globo, nos adentramos en los ríos de la Amazonía o gozamos de las bellas

violetas africanas que ella cuida y cultiva, compartimos la simple y maravillosa

sensación de belleza, que es otro enormemente importante aspecto de ser

verdaderamente, auténticamente, totalmente humanos.


Dicho lo anterior, ¿satisface esa condición todo miembro de la especie homo sapiens

sapiens, por el solo hecho de pertenecer a ella? La respuesta, para mí, es clara y

evidentemente “No”. Para comenzar, no la satisfacen aquellos muchos que hacen

espantoso daño, a quienes me referí al inicio de estas líneas. Como ha señalado Robert

Lehmann, podemos incluso “describir a un ser humano como inhumano”: en el primer

uso del término, estamos simplemente identificando a la persona como miembro de

nuestra especie, pero en la segunda estamos formulando el juicio de que no satisface las

condiciones de humanidad plena, auténtica, total.


Y otra importante pregunta: la condición de ser plenamente, auténticamente, totalmente

humano ¿es absoluta (se es o no se es) o es más bien relativa (se lo es en mayor o menor

grado)? Existen, sin duda, condiciones absolutas: la señora no puede estar un poco

encinta; las luces de nuestras casas, si no tienen instaladas aquellas rueditas que

permiten graduar su intensidad, están apagadas o prendidas; uno no puede estar un poco

a tiempo: o lo está, o está tarde. La condición de ser plenamente, auténticamente,

totalmente humano no es así: es claramente relativa, susceptible de grados, desde bajos

hasta muy altos, y sin límite superior, como la relación que en matemáticas se llama

“asintótica con el inifinito”, es decir, que se acerca cada vez más, pero nunca lo alcanza.


Me resulta muy atractiva la idea de que dos objetivos esenciales que debemos fijarnos

son el de acercarnos nosotros, y el de ayudar a todos en nuestros entornos a acercarse, a

una humanidad plena, auténtica, total, en relación asintótica con su máxima o infinita

expresión.


Y vienen luego dos preguntas pesadas: ¿Qué impide el vuelo de las personas hacia sus

máximos potenciales? ¿Cómo explicar y entender la existencia de esos muchísimos

seres humanos que hacen espantoso daño, y además, negando todo lo que vengo

planteando, lo excusan con decir que “son solo humanos”?


Ya presenté, más arriba, los argumentos que a mi juicio permiten descartar la teoría de

que nuestros genes y la “temperare” de nuestros “humores” determinan si somos

violentos o amables, dañinos o pacíficos, y destructivos o constructivos. ¿Son entonces

los factores de nuestro entorno - la familia, la escuela, el barrio, la sociedad en general –

los grandes determinantes? Es evidente que influyen en sustancial medida. Es en el

hogar y en la familia que primero se nutre, o se aplaca y hasta extingue, el desarrollo

hacia la plena humanidad. El niño criado a golpes y carajazos, víctima de violencia,

desprecio y hostilidad, como sospecho que debe haber sido criado, por ejemplo,

Vladimir Putin, tiene mucho mayor probabilidad de ser menos que totalmente humano,

y más bien violento y destructivo. Se reforzará ese subdesarrollo si ese niño pasa por

instituciones educativas orientadas a producir personas poco pensantes y sumisas, y se

seguirá reforzando en la medida en que los paradigmas dominantes en su sociedad son

esencialmente antiliberales.


Pero además de esos factores externos, son cruciales la toma de consciencia de cada

persona, su comprensión de lo que significa ser plenamente, auténticamente, totalmente

humano, su decisión de seguir desarrollando hacia ese ideal, y sus esfuerzos para

lograrlo.



Quito, 7 de febrero de 2024

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