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Tal vez lo más bello y cierto que en el transcurso del más de medio siglo que llevo a su lado me ha dicho mi amada y bella esposa es que hemos crecido juntos.
Jean Piaget, el sicólogo suizo que dedicó gran parte de su vida adulta a estudiar el fascinante proceso del desarrollo sicológico de los seres humanos, nos dejó un rico legado de valiosos conceptos, pero al menos uno desastroso: la fatídica idea de que desarrollamos solo hasta la edad de entre 18 y 22 años recogida en el dicho popular “Genio y figura hasta la sepultura”, uno de los más nocivos que conozco. Son muchas las personas que, bajo la misma creencia, responden a sus falencias y a los daños que éstas causan con una encogida de hombros y la muy piagetiana frase, “Yo soy como soy,” y no faltan quienes agregan, “y si no te gusta, ¡qué pena!”
En décadas recientes ha surgido una poderosa respuesta a esa deprimente forma de entender nuestras posibilidades y limitaciones generalmente conocida como “constructivismo”, término que viene de la idea de que, al contrario de la visión de Piaget, los seres humanos somos perfectamente capaces de seguir “construyendo” nuestra propia realidad sicológica y emocional durante todo el tiempo que estamos vivos, y, como me lo planteó brillantemente mi hermano Roberto hace muchos años, “llegar al máximo posible desarrollo de uno mismo el instante antes de morir”.
Exponente especialmente lúcido de esta visión constructivista es el sicólogo de la Escuela Guttman de Educación de la Universidad de Harvard Robert Kegan, quien ha publicado dos extraordinarios libros sobre el tema. En el primero, The Evolving Self que yo traduciría al español como “El ser en evolución”, publicado en 1982, plantea que una persona adulta es capaz de evolucionar a través de un total de 5 sucesivos “estados adultos”, en el más alto de los cuales puede llegar a niveles muy avanzados de madurez, auto-dominio, paz interior, apertura a otras personas y capacidad para establecer bellas conexiones y relaciones.
Coincido entusiastamente con esta luminosa visión de nuestros potenciales.
Sin embargo, en su segundo libro, In Over Our Heads, que traduciría como “Metidos en aguas profundas”, publicado en 1994, Kegan plantea que, a su juicio, la vasta mayoría de la humanidad no está desarrollando hasta los “estados adultos” más altos y, en consecuencia, no estamos logrando las capacidades y la madurez imprescindibles para enfrentar adecuadamente los desafíos que nosotros mismos nos hemos planteado a través de los desarrollos científicos y tecnológicos, la explosión demográfica, la globalización, las armas nucleares.
También coincido con Kegan en esta más oscura visión. Impresionados como estamos muchísimos por el horror indescriptible de las masacres llevadas a cabo hace pocos días por terroristas de Hamas en el Sur de Israel, cabe recordar que no es ésta la única ocasión en que, en tiempos modernos (ni se diga hace algunos siglos), ciertos grupos han actuado con infinita carencia de esencial humanidad. El ejemplo más evidente y atroz para muchos de nosotros es el holocausto nazi, en el cual alemanes y aliados de otros países, persuadidos de la superioridad de la llamada “raza aria”, comandados por y entusiastas seguidores del demente Adolf Hitler, causaron la muerte de 6 millones de judíos, 2 de cada 3 en Europa, sometiéndolos a condiciones de vida atroces y maltratos brutales y asesinándolos en centros diseñados específicamente para la matanza masiva. Pero no es ése, ni mucho menos, el único caso. Antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1915-16, ocurrió en Turquía el genocidio en el cual murieron sin comida ni agua más de un millón de armenios que fueron enviados a caminar hacia el desierto de Siria. En 1932-1933, en el llamado Holodomor, literalmente “Muerte por Hambruna”, el régimen soviético de Josef Stalin mató de hambre a más de 4 millones de campesinos ucranianos que se negaron a aceptar la colectivización de la tierra. Durante la Guerra Civil española, de 1936 a 1939, el historiador británico Lord Hugh Thomas cuenta que tropas nacionalistas ordenaron a un hombre que abra los brazos en forma de cruz y grite “¡Viva Cristo Rey!” mientras le amputaban las cuatro extremidades. Su mujer, obligada a observar, se volvió loca mientras lo mataban a bayonetazos. Entre diciembre de 1937 y enero de 1938, tropas japonesas cometieron la Masacre de Nanjing en la cual fueron asesinadas más de 200.000 personas y violadas más de 80.000 mujeres. En abril de 1945, cuando el régimen nazi colapsaba y tropas soviéticas tomaban Berlín, fueron violadas unas 450.000 mujeres alemanas de todas las edades. Entre 1974 y 1979, el régimen del Khmer Rouge asesinó cruelmente a entre un millón y medio y dos millones de camboyanos, aproximadamente el 25% de toda la población del país. En 1994, unos 800.000 hutus y tutsis murieron, la mayoría a machetazos, en el peor episodio de violencia de los últimos siglos entre esos dos grupos tribales centroafricanos. En febrero de 2022, casi un siglo después del asesinato masivo de campesinos ucranianos por el régimen soviético, los sucesores rusos de esa infinita maldad volvieron a invadir Ucrania. Y en estos días, repito, estamos viviendo el espanto del ataque de Hamas y la operación militar israelí en Gaza. Como lo planteó Erich Fromm a mediados del siglo pasado en el prólogo de su El miedo a la libertad, “la tragedia del hombre moderno es que su cerebro está en el siglo 20, pero su corazón sigue en la edad de piedra”.
Todo esto confirma, con creces, el sombrío juicio de Robert Kegan de que estamos metidos en aguas muy profundas. ¿Nos ahogaremos en ellas?
Regreso a las bellas palabras de mi esposa. Tiene mucha razón: hemos crecido juntos, y esa nuestra experiencia demuestra que no tenemos por qué ahogarnos en las aguas profundas en las que como humanidad andamos metidos. Comparto acá lo que de esa experiencia he aprendido.
Esencial primer elemento para poder seguir creciendo es el apoyo de otros. Me imagino que es posible que alguna persona llegue a dominar a sus demonios interiores con solo su propio esfuerzo, pero no creo que yo habría podido dominar a los míos sin el generoso amor que me ha envuelto durante tantos años. Creo, además, que la mía es la más común de las circunstancias: salvo admirables excepciones, me parece poco probable que uno pueda seguir avanzando hacia las etapas superiores de ser un adulto maduro sin el apoyo del amor, el afecto y la amistad de otros.
Pero también hay de por medio una toma consciente de decisiones y, luego, su disciplinada ejecución. El apoyo que nos pueden brindar nuestros seres queridos y nuestros buenos amigos es eso – apoyo. El trabajo esencial es de auto-formación y auto-desarrollo. Como dice Julio César en la obra de Shakespeare que lleva su nombre, “La falla, querido Bruto, no está en las estrellas; está en nosotros, que somos seres inferiores”. El trabajo necesario para dejar de ser “seres inferiores” pasa, primero, por afrontar los dolores, las carencias, las frustraciones que fueron dejando heridas y cicatrices en nuestras almas, y afrontar también la ira, el resentimiento, el ánimo de venganza y demás demonios que provocaron en nosotros. Afrontar significa dejar de negar o de evadir, lo cual hacemos casi siempre porque el recuerdo de esos momentos tristes y angustiantes y la experiencia de esas emociones destructivas nos duelen, típicamente mucho, y es más fácil para nosotros no pensar en todo eso, distorsionarlo, reinterpretarlo, y culpar a otros. Daniel Goleman publicó un extraordinario libro antes de su famoso La inteligencia emocional titulado Vital Lies, Simple Truths: The Psychology of Self-Deception que en español sería Mentiras vitales, verdades sencillas: la sicología del auto-engaño. Un impactante ejemplo es el de la joven mujer que declaraba que su padre y su madre la amaban tan profundamente que siempre trataban de evitar que ella salga y se involucre con hombres que no eran convenientes para ella. Según contó, en una ocasión, durante una discusión sobre el tema, su mamá le lanzó un cuchillo que se le clavó en la pierna, causando una herida que requirió más de 30 puntos. No necesitamos un PhD en sicología para darnos cuenta de que esa no era una relación entre madre amorosa e hija dulcemente protegida. Parece más bien un severo caso de relación dominio-sumisión, con agravantes de violencia de parte de la madre dominante y probable masoquismo de parte de la hija sumisa.
No es fácil, evidentemente, afrontar, y uno de los efectos esenciales del amor de otros es, precisamente, brindarnos el apoyo y la mayor seguridad que nos permiten, finalmente, entrar a las cuevas oscuras de nuestro propio ser.
Si logramos afrontar, hemos dado el primer paso esencial en dirección a volvernos agentes de nuestro propio crecimiento, que podremos seguir llevando hacia las más altas cumbres que avisora Robert Kegan durante todo el resto de nuestras vidas.
Los demonios interiores de ira y resentimiento pueden ser vencidos. Everett Worthington propone que podemos alivianar la carga del “no perdón” de varias maneras: esperar que las ofensas y los daños que nos han sido infligidos sean castigados por la justicia divina, por la del hombre o por el karma; intentar comprender por qué nos hizo daño quien nos lo hizo; simplemente dejar ir el recuerdo y sus consecuencias, porque seguir rumiándolas nos hace daño o les hace daño a quienes amamos; o por último, perdonar, ante cual opción adquiere especial relevancia la admonición de John Paul Lederach de que lo sabio no es “perdonar y olvidar”, sino “recordar y aprender”.
Podemos, muy importantemente, dejar ir nuestras ilusiones falsas, como la de que pueden y van a cambiar aquellas personas a quienes amamos y nos hicieron o nos hacen daño. Dejar ir esas falsas ilusiones significa, en definitiva, aceptar las realidades dolorosas de nuestras vidas, y superarlas. Y acá adquiere relevancia la maravillosa oración llamada “de la serenidad” formulada en 1932 por el teólogo norteamericano Reinhold Niebhur, aunque erróneamente atribuida a un sinnúmero de otros pensadores: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia.”
Podemos reflexionar sobre en qué consiste ser un buen ser humano y hacer los esfuerzos que demanda serlo, que demandan fidelidad al que desde hace muchos años he propuesto como el décimo primer mandamiento: “Serás coherente”.
Podemos aprender a escuchar – no solo a oír, que es un acto natural y en la práctica inevitable, sino a escuchar con atención y cuidado, haciendo un honesto esfuerzo por comprender lo que el otro nos quiere transmitir.
Podemos aprender a amar. Erich Fromm pregunta, al inicio de su maravilloso libro El arte de amar, si hay algo que podemos aprender acerca de ese arte, y señala que muchos responden que no, que amar es lo más natural y espontáneo. Pero agrega Fromm que en realidad sí hay mucho, muchísimo que podemos aprender al respecto.
Podemos aprender a manejar mejor y a resolver nuestros conflictos, no siempre buscando ganarlos a costa de que el otro pierda, sino buscando -lo cual no es siempre fácil, pero con frecuencia factible – resoluciones mutuamente satisfactorias.
Podemos aprender a callar cuando lo que estamos por decir lastimaría.
Podemos aprender a enlazar el amor que recibimos y el amor que damos con los esfuerzos que hacemos.
Podemos crecer juntos.
Quito, 18 de octubre de 2023
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