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Uno de los comportamientos más preocupantes que podemos observar por todos lados es aquel de exigir – no pedir por favor, con apertura a que la respuesta sea que no, sino exigir - que se le dé lo que sea que alguien quiere.
Vemos este comportamiento todo el tiempo en niños pequeños, y en ellos es natural y hasta aceptable, porque aún no han desarrollado, ni es razonable esperar que hubieran desarrollado, el razonamiento moral que nos lleva a preguntarnos si es apropiado querer lo que queremos, luego, si es apropiado pedírselo a quien se lo estamos por pedir, y, finalmente, si es apropiado no solo pedirlo, sino, incluso, exigirlo.
Estemos claros: no me opongo a la exigencia como tal. En ciertas circunstancias, es absolutamente legítima. Creo que todos tenemos el derecho e incluso el deber de exigir respeto cuando alguien no nos lo brinda, de exigir que quienes las irrespetan respeten las normas de civilizada convivencia, que nuestra propiedad, nuestra honra y nuestra libertad sean respetadas, que las autoridades públicas sean honestas, que quienes deben pagar impuestos los paguen, que quienes han delinquido sean juzgados y castigados, que quienes tienen autoridad no abusen de ella, que quienes se arrogan el rol de guías morales sean coherentes con sus prédicas. Que exijamos todo aquello es totalmente legítimo.
Pero hay quienes exigen mucho más que solo aquello.
Conozco casos, y no pocos, de personas que exigen obtener un sueldo de parte de algún “empleador” a cambio, no de la prestación de trabajo real, sino de no impedir que ese empleador – empresa minera, empresa petrolera, por ejemplo – pueda desarrollar sus actividades productivas. Por asombroso que pueda parecer, hay algunos miles en este país, y en muchos otros, que logran un “empleo” a base de esa elemental extorsión social: “Exijo que me …” ¿cabe decir, “que me dé trabajo”? … o sería más bien “que me pague un sueldo aunque no voy a hacer nada para ganarlo honestamente, y si no me lo da, le hago huelga, bloqueo los caminos, incendio su campamento”. ¿Hay alguna diferencia, en el fondo moral, entre eso y las “vacunas” que cobran las mafias delictivas? Puede argumentarse que sí la hay, porque las “vacunas” ofrecen protección contra actos muy violentos y hasta mortales, mientras que esta otra forma de extorsión, más suave, protege contra actos menos destructivos. Pero el fondo es el mismo: estamos hablando de distinos matices de una misma terrible realidad.
Hay, luego, la exigencia de más y más prebendas y privilegios por parte de los que ya lograron que algún “empleador” los “emplee”. La más escandalosa de esas prebendas es la del puesto asegurado de por vida, no por mérito o por reconocimiento de parte del empleador de las virtudes y el buen desempeño de la persona, sino por el simple hecho de haber cumplido 3 meses en el “puesto de trabajo”, luego de los cuales aún el ladrón cuyos robos han sido plenamente demostrados puede lograr que no se lo despida, o que, si ya se lo despidió, que se lo deba restituir en el “puesto”. Y la exigencia de cada vez más prebendas y privilegios se pone de manifiesto constantemente en las negociaciones laborales, especialmente en el sector público, en las que se pide … no, se exige … que el empleador vea cómo hace, ponga en riesgo la estabilidad institucional, en el extremo quiebre al país, pero dé más, y más, y más,
Esta desfachatada pretensión a que otros satisfagan las necesidades y resuelvan los problemas de uno tuvo una pintoresca expresión hace algunos años en el Ecuador, cuando un notario estructuró una pirámide Ponzzi y estafó a varios cientos de personas en varios millones de dólares, y los estafados luego marcharon por las calles exigiendo – porque, nuevamente, no se trataba de un pedido, sino de una exigencia – que el Estado les devuelva los valores que su propia codicia les había llevado a depositar, claro está, a altísimas tasas de interés, con el notario sinvergüenza. Quiero, ergo exijo.
Y cabe también mencionar, en este mismo contexto, a las personas que abusan de situaciones de privilegio, como aquellas que estacionan sus vehículos en espacios reservados para quienes se movilizan en silla de ruedas, y cuando uno les señala que no están en silla de ruedas, responden “Soy persona mayor … ¡tengo derecho!” No, no tienen derecho. Son espacios reservados solo para usuarios de sillas de ruedas. Pero quieren la comodidad de caminar unos metros menos, y exigen, con prepotencia, que se les condone el abuso. Quiero, ergo exijo.
En un nivel menos grave, me parece que muchas personas caen en variantes más suaves pero reconocibles del mismo fenómeno. Cabe, por ejemplo, preguntarnos si el esposo o la esposa que pretende cambiar una preferencia o un hábito de su pareja, simplemente porque no le gusta, no está en realidad incurriendo en la misma actitud de “Quiero, ergo exijo.” La secuencia lógica va más o menos por acá: yo quiero que tú cambies … que dejes de ver telenovelas, o de salir con tus amigotes los viernes por la noche, o de comer ajos y cebollas … y, en vez de primero hacerme la pregunta (como más arriba señalaba que debemos) si es apropiado querer que tú cambies (no yo), y luego, si es apropiado pedírtelo (en vez de yo renunciar a mi pretensión de que cambies), simplemente exijo que cambies. Quiero, ergo exijo.
En todos estos diversos ejemplos vemos operando lo mismo que opera en el niño pequeño que, si no se le da gusto, nos castiga con un berrinche. En su esencia, es egocentrismo, narcisismo, la idea de que uno es el centro del universo, más importante que los demás, o, en la versión más extrema del narcisismo, que solo uno en realidad existe.
Una de las manifestaciones esenciales del desarrollo hacia la madurez de un ser humano, o como prefiero verlo, hacia la humanidad plena, es la evolución desde la postura casi totalmente egocéntrica del bebé hacia una postura cada vez más sociocéntrica, más tendiente a considerar, además de las propias necesidades y los propios deseos, también las necesidades y los deseos de otros.
Mi valoración de esta evolución hacia una postura más sociocéntrica no constituye una invitación al auto-sacrificio, que es altamente valorado en varias de las principales tradiciones ético-religiosas. La propuesta no es que debemos ir bajando la preocupación por el propio bienestar para poder incrementar la preocupación por el ajeno. Verlo así presupone que todos llevamos adentro solo una cantidad fija y limitada de potencial preocupación por el bienestar humano, que, porque es fija y limitada, tiene que ser distribuida, sea hacia uno mismo (egocéntricamente) o hacia los demás (sociocéntricamente). Esa profundamente equivocada presuposición es análoga a la que provoca celos del hermanito recién nacido en un niño pequeño, porque cree que mamá y papá tienen solo una cantidad fija y limitada de potencial amor que, porque también es fija y limitada, tiene que ser distribuida hacia él mismo o hacia el nuevo hermanito.
Muy al contrario, nuestra capacidad, en ambos casos, es infinitamente expandible. La evolución en el primer caso consiste en agregar a una legítima visión egocéntrica, que no renuncia al propio bienestar ni a las propias satisfacciones, la preocupación sociocéntrica por el bienestar de otros. Y como bien sabemos todos quienes somos padres o madres de dos o más hijos y/o abuelos de dos o más nietos, la evolución en el segundo caso es la expansión infinita de nuestra capacidad para amar. Esa expansión de nuestras capacidades es tal vez la mejor manera de conectar el concepto de progresiva maduración humana con la palabra “crecimiento”.
En el nivel que sea, desde el más grave que lleva a la extorsión hasta los más leves que, sin muerte ni violencia, deterioran las relaciones, podemos reflexionar sobre esta terrible tendencia humana a pensar “Quiero, ergo exijo”, ver si, a la edad en la que estemos, caemos en infantil egocentrismo, y si es el caso, trabajemos para dejar de hacerlo, pensando tal vez que “Quiero, ergo intento”.
Quito, 1 de noviembre de 2023
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