
La famosa “paradoja de Aristóteles” plantea que el tiempo se divide en tres partes: el pasado, que ya no existe, el futuro, que no existe aún, y el presente, una banda de tiempo infinitamente breve entre pasado y futuro, que no existen, que deja de existir instantáneamente. La conclusión lógica, sugiere la paradoja, es que el tiempo en realidad no existe. Pero como a millones que se han enfrentado a ella, esa al parecer irrebatible conclusión tampoco me convence a mí: pienso, intuyo, siento que el tiempo sí existe, transcurre, fluye. Y además de que existe, lo vemos y pensamos desde diversas perspectivas.
Exploro tres de ellas acá.
Desde la primera, el término “tiempo” denota un segmento “desde-hasta” del pasado: el
tiempo de los cazadores-recolectores, de los Apóstoles, del Imperio Romano, de la Colonia
española, de la Reina Victoria. El más amplio de todos los tiempos para nosotros los
humanos es tal vez el de la existencia de nuestro planeta, unos 4.500 millones de años.
Tenemos identificados tiempos geológicos, de acuerdo a las características principales de la
vida en la Tierra: el neoprotozoico que duró 461 millones de años, el paleozoico que duró
287 millones, el mezozoico (el de los dinosaurios) que duró 186 millones, y el actual, el
cenozoico, que ya lleva 66 millones. Rangos de tiempo también enormes pero
progresivamente menos amplios, más cercanos, incluyen los más o menos 200.000 años de
existencia de nuestra especie homo sapiens sapiens, los 10.000 desde la Revolución
Agrícola cuando nuestros antepasados dejaron de ser cazadores-recolectores, los 7.000 de
las civilizaciones humanas, los 2.500 desde el gigantesco salto cultural que se dio en la
Atenas de Aristóteles, Sócrates y Platón, 2.000 desde la vida y muerte de Jesucristo, 1.400
desde las del Profesta Mahoma y del Budha. Comenzamos a concebir “tiempos” más
recientes en épocas – la Edad Media, el Renacimiento, la era moderna – o en siglos – el
Siglo de Oro de la literatura española, el Siglo de la Ilustración, el Siglo de la Pax
Britannica . La frase “hubo un tiempo en que …” también recoge esta perspectiva.
Ejemplos: “Hubo un tiempo en que” los dinosaurios dominaban el mundo natural, los
humanos soñaban con volar pero no lo lograban, solo los honbres tenían el derecho al voto
en las sociedades democráticas, que recogen con claridad la idea de que, con el paso del
tiempo, la realidad cambia: los dinosaurios desaparecieron, los hermanos Wright lograron
que su avión vuele, las mujeres obtuvieron el derecho al voto en cada vez más sociedades
democráticas. Ésta – la de los “tiempos” identificados entre un “desde” y un “hasta” - es la
perspectiva organizadora del pasado: estructura nuestro entendimiento de él en términos de etapas sucesivas y de cambios de una a otra, y hace más fácil su estudio y su entendimiento. Una variante sobre la perspectiva “desde-hasta” se manifiesta cuando decimos “en mis tiempos” o “en nuestros tiempos”, los de nuestra juventud, los grabados en nuestros recuerdos, que muchas veces son agradables, carecen de comparaciones y solo nos hacen sonreír. Recuerdo, por ejemplo, una muy amena conversación con un grupo de amigos y amigas en la cual recordábamos los tiempos cuando llamábamos al aeropuerto “el campo de aviación” y a un taxi un “carro de plaza”. Ni mejores ni peores que los tiempos actuales: solo diferentes.
Pero el recuerdo de “nuestros tiempos” puede ser más bien una visión nostálgica, que los ve
como mejores que los actuales (las personas eran más honestas, más buenas, consideradas y amables, la vida era más fácil, menos complicada), o puede ver a los “nuestros” pasados
como negativos frente a los actuales (la vida era más frágil, más limitada, más difícil).
Hemos entrado en un tema que merece reflexión.
Abordándolo primero en términos de la realidad objetiva de la humanidad en su conjunto,
es para mí evidente que ésta está mejor hoy de lo que jamás ha estado. Basta ver la
evolución en los últimos 200 años, en porcentajes aproximados, de 4 realidades críticas - la
pobreza, el analfabetismo, la salud y la libertad – y, en los últimos 70, de la educación:

¿Vistos estos datos, es válido el concepto de “progreso”?
Me parece que sí. Las circunstancias del conjunto de la humanidad han progresado de
manera espectacular.
Pero hay, y no son pocos, quienes miran hacia el pasado y afirman que los tiempos
anteriores eran mejores.
Esto puede responder por un lado a que, aunque en muchos aspectos de la realidad humana hemos progresado enormemente, como acabo de señalar, el progreso logrado es
insuficiente. Como ha demostrado Steven Pinker en su magnífico libro The Better Angles of
Our Nature, hay menos violencia humana en la actualidad de la que ha habido en toda la
historia, pero sigue habiendo violencia horrorosa, a niveles macrosociales, entre judìos y
palestinos, rusos y ucranianos, islamistas y rusos, cubanos y cubanos, venezolanos y
venezolanos … y en comunidades y hogares en todo el planeta, entre millones y millones
de personas que se agreden, se lastiman y se matan mutuamente. Hay mucho menos
pobreza que en toda la historia, pero 1.500 millones de seres humanos siguen viviendo al
borde de la hambruna. Más personas viven hoy, por primera vez en toda la historia humana,
en sociedades democráticas que en sociedades autocráticas, pero las autocráticas son, en su mayoría, tiránicas y espantosas, y se estima que hay por lo menos 30 millones de esclavos en las sociedades democráticas. Para quienes entendemos que “progreso” significa
movimiento en la dirección correcta, es evidente que estamos progresando, pero progresar
hacia la resolución de un problema no es lo mismo que haberlo resuelto. Problema resuelto
es, por ejemplo, el de la polio, enfermedad que ha sido erradicada con las vacunas
desarrolladas a partir de 1960. Para los millones que sufren hambre, para los esclavos que
en su mayoría son mujeres y niños, para todo ser humano al que los progresos aún no han
llegado, no significan nada las cifras que presento más arriba.
Pero, ¿todo eso justifica afirmar que eran mejores los tiempos pasados, cuando no había
antibióticos, transporte aéreo, teleconunicaciones, el reconocimiento de la dignidad
intrínseca de todo ser humano, gobiernos democráticos, la afirmación y defensa de los
derechos humanos y en especial los de la mujer, consciencia ambiental, el sistema de
derecho internacional, marcos conceptuales fundamentales como el del manejo y la
resolución de conflictos y el de la inteligencia emocional?
Estoy intensamente persuadido de que no lo justifica. El hecho que no hemos logrado éxito
total frente a los desafíos que ahora llamamos “del milenio” no niega que hemos avanzado
inmensamente frente a ellos. Ambas verdades son ciertas: claro que hemos avanzado, y
claro que nos queda mucho por avanzar.
Agrego dos pinceladas más sobre este tema: lo que hemos logrado hasta acá nos demuestra,
más allá de duda razonable, que somos capaces de generar esos masivos cambios; y
segundo, el avance ha sido posible porque nos hemos involucrado millones y millones de
seres humanos, cada quien haciendo su parte. A veces pequeña frente a la inmensidad del
cosmos, como reciclar la basura del hogar o aprender a dominar la ira y así criar mejor a un
hijo. A veces de mayor impacto, como crear una escuela rural o un hogar para niñas
liberadas de la esclavitud sexual. A veces de gran impacto, como desarrollar la vacuna
contra el COVID en pocos meses, o resolver un mortífero conflicto en Irlanda del Norte, en
Sudáfrica o entre Ecuador y Perú.
La resistencia a aceptar la validez del concepto “progreso” puede también derivar de
propias experiencias y limitaciones, individuales o grupales. El ejemplo más simple, y hasta
entendible, es el de los fabricantes de velas cuando se comenzó a alumbrar casas y calles
con electricidad. Sin duda, se acabaron los buenos tiempos para los fabricantes de velas, y
estos miraron el pasado con dolorosa nostalgia. De igual manera se acabó la bonanza del
guano con el desarrollo de fertilizantes químicos, se acabó la bonanza de la minería de
estaño cuando comenzó la fabricación de latas de aluminio, y hay muchos otros ejemplos.
Los cambios casi nunca favorecen a todos, e imponen la necesidad de adaptarse a ellos. Se
me viene a la mente la anécdota del Gobernador del Estado de Nueva York, Martin van
Buren, quien en 1805 escribió al Presidente Thomas Jefferson pidiendo que por favor “haga
algo para detener esa monstruosidad llamada ‘ferrocarriles’ que han comenzado a recorrer
el país, asustando a las personas, las vacas y los gansos”. La mentalidad conservadora, que
se resiste al cambio principalmente porque pone a prueba demasiado dura la capacidad de
adaptación, es a mi juicio profundamente destructiva. Bien ha escrito Friedrich Hayek,
Premio Nobel de Economía en 1974, en un ensayo titulado “Por qué no soy conservador”,
en su gran libro The Constitution of Liberty, que el pensamiento conservador “por su propia
naturaleza no puede ofrecer una alternativa a la dirección en la cual nos estamos moviendo.
Puede tener éxito en resistir a las tendencias actuales y en hacer más lentos los desarrollos
no deseables, pero, en vista de que no sugiere otra dirección, no puede evitar que estos
continúen. Por esa razón, ha sido la invariable suerte de los conservadores ser arrastrados
por un camino que ellos no han elegido. El tire y afloje entre conservadores y progresistas
solo puede afectar la velocidad, no la dirección de los desarrollos contemporáneos. Pero,
aunque es necesario que “el vehículo del progreso” tenga frenos, no puedo estar satisfecho
con solo ayudar a aplicar los frenos. Lo que un liberal debe preguntar, antes que nada, no es
cuán rápido o cuán lejos debemos movernos, sino en qué dirección”.
Muy conectado al anterior, porque ambos ponen énfasis en la dirección de los desarrollos,
está un tercer cuestionamiento del “progreso”: el juicio de algunos de que nos ha llevado, y
nos sigue llevando, en direcciones más bien negativas. El gran antropólogo francés Claude
Lévi-Strauss dijo alguna vez que si llegase un antropólogo marciano a nuestro planeta
luego de un cataclismo nuclear, concluiría que los humanos hemos tenido solo un modo de
vida verdaderamente exitoso y sostenible, el de los cazadores-recolectores, y que todo el
resto de la historia humana, desde la Revolución Agrícola hasta el presente, constituye una
gigantesca aberración que conducirá finalmente a la auto-destrucción. No coincido con
Lévi-Strauss. Desde mi punto de vista, liberal como el de Hayek, renegar de los caminos
por los que los humanos hemos andado desde hace miles de años no es válido por el simple
hecho que hemos andado por ellos en ejercicio del valor social y sicológico más esencial de
todos: la libertad. Hemos ido generando todos los cambios que hemos generado gracias a
decisiones libremente tomadas por miles y miles de personas – no todas las que han vivido,
porque muchas estaban sometidas a los designios de otros – pero sí de muchos, muchos
miles que tomaron una multitud de decisiones o, en los términos de Hayek, preguntaron y
luego eligieron “en qué dirección” iban a ir. Es gracias a ellas, que libremente decidieron
instituir cambios y libremente aceptaron las adaptaciones que estos les imponían, que se ha
dado todo ese maravilloso aunque inconcluso progreso sobre el cual venimos
reflexionando. Lévi-Strauss podrá pensar que estábamos y estaríamos mejor como
cazadores-recolectores, pero la vasta mayoría de nosotros ya no lo somos, y no podemos
regresar a serlo. Vivimos en el tiempo y en las circunstancias en que vivimos, y lo que
podemos y debemos hacer es ver si los mejoramos o no, hoy y mañana.
Y un corolario importante sobre este punto: existen, aún hoy, pequeños grupos humanos
que siguen siendo cazadores-recolectores, incluidos los taromenane en la Amazonía
ecuatoriana y los !Kung que viven en el Desierto de Kalahari, entre Botsuana, Namibia y
Angola. Rechazar la posición de Lévi-Strauss ¿significa no respetar el derecho de los
miembros de esos grupos humanos a vivir como quieran? No, en absoluto. En coherencia
con mi pensamiento liberal y mi firme creencia de que el valor social y sicológico más
esencial de todos es la libertad individual, creo que ellos tienen todo el derecho de vivir
como viven, los demás no tenemos ningún derecho de tratar de cambiar su modo de vida y,
peor, de tratar de imponerles tal cambio, que ellos tampoco tienen derecho de tratar de
imponernos su modo de vida, y que cada uno de ellos tiene el absoluto derecho de cambiar
su modo de vida y adoptar creencias y costumbres distintas a las de su grupo, el cual no
tiene ningún derecho a impedir tales cambios. En definitiva, defiendo la libertad individual
respetuosa de la de los demás.
Es crucialmente importante este debate entre quienes vemos que la humanidad progresa y
quienes no comparten nuestra visión.
Analicemos sus implicaciones más esenciales.
Primero, creer – como a mi juicio es demostrablemente válido creer – que la humanidad ha
progresado, y mucho, en “nuestro tiempo” de unos 200.000 años, y, más aún, aceptar, como
es a mi juicio también evidente, que nos falta mucho frente a nuestros grandes desafíos, nos impulsa a formar parte de aquellos muchos millones que estamos, cada quien a su manera, contribuyendo a enfrentar esos desafíos. Si creemos, como creo, que el rumbo es el correcto, es fácil sentirnos estimulados a colaborar en el esfuerzo. Al contrario, si, como
Lévi-Strauss, pensamos que el único buen momento de nuestra especie es uno que ya pasó
hace milenios y en el cual se encuentran solo unos poquísimos miembros de toda la especie, me parece inevitable terminar en actitudes negativas y desesperanzadas.
Segundo, si nos convoca la visión más positiva que acepta como válido el concepto del
“progreso” y que abre, como la otra visión cierra, la puerta a posibles contribuciones, invito
a cruzar esa puerta y preguntarnos ¿Cómo? ¿Cómo puedo contribuir? Todos podemos
contribuir en algo a ir cambiando esas macro-condiciones de la existencia humana –
pobreza, educación, salud, libertad – cuyas estadísticas históricas presenté más arriba. La
adquisición de una generalizada consciencia ambiental nos permitirá a todos contribuir a la
salud de todos con solo procesar mejor la basura, y el desarrollo de nuestra inteligencia
emocional, que solo puede ser desarrollada por cada persona en sus fueros internos, nos
permitiría contribuir enormemente a la salud mental y emocional de todos a nuestro
alrededor. Podríamos buscar a una persona a quien apadrinar en sus estudios, con algo de
apoyo para el pago de colegiaturas, la compra de libros o útiles, el acceso al internet.
Podríamos renunciar a los subsidios que no requerimos. Podríamos trabajar para desterrar
dos mitos marxistas, el de la lucha de clases y la idea de que el capitalismo es explotador, y
así generar un ambiente de mayor cooperación social, mayor productividad, mayor
competitividad en los mercados mundiales. Podríamos hace tanto, tanto que no hacemos.
Termino acá mis reflexiones sobre las perspectivas que miran hacia el pasado, y las que lo
contrastan con el presente, y paso a abordar las que miran hacia el futuro, en el cual
pensamos de tres maneras: una que busca darle forma, otra que busca medirlo para juzgar si es o no suficiente, y una tercera, consecuencia de la anterior, que reconoce que el tiempo
que queda es corto, y de ahí deriva en diversas meditaciones.
Uno de los aspectos fascinantes de nuestra especie es el grado en el cual lo que nos sucede
no esté librado al azar. Entre las varias maneras de caracterizarnos, una muy apropiada a mi juicio sería como los primates planificadores, los que buscan darle forma al futuro.
Supongo que otras especies vivientes planifican, en alguna limitada medida, algunas de sus
actividades: la salida de un grupo de chimpancés a cazar, o la travesía de miles de
kilómetros, desde la Antártica hasta la zonas árticas de un grupo de ballenas, por ejemplo.
Pero aun si esas actividades puedan ser descritas como “planificadas”, la complejidad y
sofisticación con que lo son es mínima comparada con la planificación que los humanos
dedicamos a nuestras actividades. Volviendo por un momento a la Revolución Agrícola,
pensemos en el proceso planificado de rotación y preparación de suelos, construcción de
reservorios y canales de riego, siembra, cultivo, cosecha, procesamiento y distribución de
alimentos. Pensemos en la construcción de una casa, un edificio, un estadio, un aeropuerto
o un museo, en la creación de una nueva facultad en una universidad, en el envío al espacio
de un satélite de telecomunicaciones. En ámbitos más cotidianos, pensemos en la
planificación de nuestros estudios, nuestras carreras, nuestras idas a conciertos, a
vacaciones y a visitas familiares. Como toda virtud, y ésta ciertamente es una, esto de
“primates planificadores” puede ser llevado a extremos negativos: una de las mayores
tragedias del último siglo, que sigue presente, aunque menos, en el mundo contemporáneo,
y ha retrasado seriamente los progresos que, sin embargo, hemos logrado y celebrábamos
más arriba, es la de la planificación central de la economía, instaurada en su máxima y más
brutal expresión por la tiranía soviética, y que, increíblemente, aún pretenden instaurar
algunos, acá en América Latina y en otras latitudes. Pero, no llevada a tales extremos y
dentro de límites que dejan amplio espacio para la creatividad y la libertad individual, esta
nuestra habilidad para mirar hacia el futuro y tratar de darle forma es, no me cabe duda, una virtud excepcional.
Diferente, aunque vinculada a la planificación de nuestras actividades, es aquella mirada al
futuro que busca determinar si “tenemos tiempo” o no. Mis estudiantes que tienen una
monografía que entregarme en un mes piensan que les sobra el tiempo. Transcurridas dos
semanas, ya no creen que les sobra, pero tampoco que les falta. Luego de otra semana, son
conscientes de que el tiempo ya queda corto, y algunos, pocos, comienzan a trabajar. La
mayoría sigue esperando. Existe una palabra para describir eso: procrastinación, y existe
también la perfecta excusa: “Es que trabajo mejor bajo presión”, forma auto-exculpatoria
de tratar de ocultar el hecho que la persona no ha adquirido aún la disciplina necesaria para hacer lo que debe hacer cuando debe hacerlo. Cuando llegamos a la clara percepción de que el tiempo para lograr algo es insuficiente, entramos en crisis, aquella condición sicológica en la cual la resolución de un conflicto, la solución de un problema o la ejecución de una tarea ya no es simplemente necesaria, sino se vuelve desesperadamente urgente.
Las crisis a veces son auto-infligidas, como en el caso de mis estudiantes propensos a procrastinar, y otras veces son impuestas por otros. Una de las formas más simples de provocar una crisis para otros es, precisamente, imponer límites al tiempo dentro del cual se les permitirá resolver una determinada situación. Ejemplo cotidiano: mamá le da media hora a su hijo para arreglar su habitación si quiere salir esta noche. Ejemplo macro-histórico: el ultimátum del Imperio Austro-Húngaro que le dio a Serbia 48 horas (tiempo absolutamente insuficiente) para responder a una serie de exigencias luego del asesinato del Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1914.
Surge acá una de mis favoritas entre las muchas anécdotas de Sir Winston Churchill.
Cuenta la historia que en determinada fecha en 1944, se cumplía el 200 aniversario de la
fundación del British Chrsitian Women’s Temperance Union, nombre que traduzco algo
libremente como la Asociación de Damas Británicas Opuestas a las Bebidas Alcóholicas.
Para celebrar su aniversario, organizó una gran conferencia en ese precioso auditorio
circular en Londres que es Albert Hall, e invitaron como orador principal a nadie menos
que al Primer Ministro. Y luego cayeron en cuenta de que Churchill tenía bien ganada fama
de bebedor empedernido. Imposible retirar la invitación, pero la señora presidente de la
Asociación no pudo dejar de hacer alguna alusión a la evidente contradicción. Al momento
de presentarlo, dijo: “No habrá pasado desapercibida para muchos de los presentes lo
irónico del hecho que esta Asociación hubiese invitado como orador principal esta noche a
un hombre quien, en los años de vida que le quedan, que ojalá sean muchos, beberá un
volúmen equivalente al de esta gran sala. Con Ustedes, nuestro Primer Ministro, Mister
Winston Churchill”. Churchill se puso de pie, miró lentamente a su alrededor, y dijo “Tanto
que hacer … y tan poco tiempo para hacerlo”.
Esto nos trae a mis reflexiones finales, sobre ese momento en la vida de todos nosotros
cuando adquirimos plena consciencia de que nos queda poco tiempo, consciencia que invita a profundas meditaciones.
La de Churchill es una. Planteada jocosamente por él en aquella particular circunstancia, es
aplicable en todos los contextos de nuestras vidas. Si hemos asumido los retos, si pensamos
que la humanidad ha progresado, progresa a cada momento, y seguirá progresando porque
haremos, muchos de nosotros, los esfuerzos grandes o pequeños que demande ese
continuado progreso, es más que evidente que hay tanto, tantísimo que hacer, en todo orden de cosas, incluidas aquellas precisas y particulares en las que cada uno de nosotros se ha involucrado. Por mi pequeña parte, me queda tanto que quiero ver, visitar, leer, escribir, tanto cuidados y alegrías que quiero brindar a mis seres amados.
Otra de aquellas meditaciones que viene con la realización de que ha llegado el otoño de
nuestras vidas se centra en si hemos vivido bien, hemos aprovechado las oportunidades que tuvimos, hemos, para ponerlo en frase trillada pero no carente de sentido, “dejado el mundo mejor de lo que lo encontramos”.
Y otra, la última que comparto acá, es la pregunta de si le tememos o no a la muerte. Yo le
temo solo a la tristeza que mi muerte pueda causar a unas pocas personas con quienes estoy unido por lazos de increíblemente bello amor. Seguiré vivo mientras vivan en ellos
recuerdos, que espero serán alegres, vitales, buenos.
Y luego, mi tiempo habrá terminado.
Quito, 3 de abril de 2024
Comments