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Las dos décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron
especialmente fértiles en el campo de la sicología experimental, y entre los clásicos
experimentos de esa época, pocos fueron más imaginativos y reveladores que el hoy clásico
experimento del sicólogo social polaco-norteamericano Solomon Asch orientado a
determinar el grado en el cual las personas somos suceptibles a las influencias de quienes
nos rodean.
A un primer grupo de “sujetos” (así se les llama en sicología experimental a las personas
cuyas reacciones y cuyos comportamientos se están observando y registrando), Asch pedía
que miren una tarjeta en la que estaba trazada una línea recta, y luego miren otra en la que
habían 3 líneas, (a), (b) y (c), una de ellas exactamente del mismo largo que la línea en la
primera tarjeta, otra un poco más larga, y la tercera un poco más corta. A continuación,
preguntaba a cada sujeto cuál de las 3 líneas en la segunda tarjeta era del mismo largo que
la única línea en la primera. Una enorme mayoría, típicamente encima del 90 porciento de
este primer grupo de sujetos, que constituía lo que se denomina el “grupo de control”,
daban una respuesta correcta.
En la segunda fase del experimento, Asch colocaba a un sujeto en medio de un grupo de
“confederados”, que es como se describe a colaboradores del experimentador que han sido
previamente instruidos para hacer o decir algo a lo cual se busca que el sujeto reaccione. En
el experimento de Asch, los confederados buscaban presionar al sujeto a cometer un error:
si él decía, por ejemplo, que la línea (b) en la segunda tarjeta era la correcta, los
confederados decían, insistentemente, que no, que era la línea (a) o la línea (c).
La hipótesis de Asch era que la mayoría de sujetos no se conformaría con (no aceptaría)
algo para ellos tan obviamente erróneo.
El experimento probó que la hipótesis estaba totalmente errada. Alrededor del 75% de los
sujetos mostraron conformidad con (se dejaron llevar por) el grupo de confederados en por
lo menos una ocasión, y aun cuando repetían la experiencia varias veces, un tercio de los
sujetos seguía mostrando esa conformidad. La influencia de un solo confederado era
negligible, su influencia era algo mayor cuando eran dos, y cuando eran tres o más, la
influencia del grupo sobre el individuo se volvía determinante.
Asch comprobó, con rigor científico, lo que todos hemos podido observar en más de una
ocasión: no siempre nos mantenemos fieles al propio criterio o a la convicción nacida de la
observación o la reflexión. Somos más bien influenciables, y la influencia más clara que
opera sobre la mayoría de nosotros es la del grupo de personas que en determinado
momento nos rodea. Ese fenómeno – el que un individuo se deje influenciar, al punto de
aceptar como válido lo que está convencido que es erróneo o, peor, de hacer en grupo lo
que jamás haría solo – se describe en sicología como conformidad, y a la tendencia de un
individuo o un grupo a dejarse llevar una y otra vez por la influencia grupal como
conformismo.
¿Qué mal?
Bueno … sí y no.
En aquel famoso experimento de Solomon Asch vemos evidencias de una conformidad
claramente malsana, bajo la cual la presión grupal lleva a un porcentaje importante de
personas a simplemente agachar la cabeza y dejarse imponer un criterio que saben que está
claramente equivocado o, peor aún, a actuar, como parte de una turba, de maneras
violentas, dañinas y destructivas, incluso en contra de sus propios criterios y principios.
Ejemplos conocidos incluyen el linchamiento de un sospechoso de robo, el incendio
intencional de vehículos policiales, la violación de una mujer por un grupo de hombres.
Pero el hecho que podemos … y todos podemos … dejarnos llevar así, ¿es negativo en
todas las circunstancias?
Analicemos.
¿Cuáles son los orígenes de la conformidad y el conformismo?
Nacen de nuestra necesidad de aceptación por otros y de pertenencia grupal. Aunque
algunos muy contados individuos deciden prescindir de contacto y conexión con otros
humanos y se vuelven hermitaños, la vasta mayoría dependemos de ese contacto, esa
conexión, esa pertenencia, primero para nuestra superviviencia, y asegurada ésta, para
nuestra salud mental y nuestro bienestar sicológico y emocional. Son para nosotros
necesidades esenciales, y en consecuencia de ellas, brindamos nuestra conformidad a una
enorme variedad de actitudes y comportamientos: nos bañamos diariamente, cubrimos
nuestros cuerpos con ropa limpia, saludamos dándonos la mano, sonreímos, preguntamos
cómo están la persona y su familia, visitamos a amigos enfermos, asistimos a bautizos,
matrimonios, velorios y funerales, detenemos nuestros vehículos frente a semáforos en rojo, nos colocamos en filas, chocamos copas para brindar, nos deseamos un feliz año nuevo. El conformismo y la conformidad son, en definitiva, elementos esenciales del buen
funcionamiento de un conglomerado social.
La conformidad es también positiva cuando lleva a aceptar una realidad inalterable. El
ejemplo más evidente, presente en las vidas de todos nosotros, es el de la aceptación de la
muerte de un ser amado. Esa terrible experiencia es seguida, con muchísima frecuencia, por la conocida secuencia de negación, y luego de ira, pero llega el momento en que la propia salud sicológica hace necesaria la aceptación de que ésa, por dolorosa que es, es la realidad. No cambiará. Los seres humanos enfrentamos muchas situaciones y realidades que es preferible que aceptemos. En esas situaciones, también, la conformidad se vuelve positiva, un elemento esencial para el logro del equilibrio interior.
¿Qué marca la diferencia entre esta conformidad sana y la conformidad malsana?
Volvemos a un tema que he abordado en ocasiones anteriores: esa diferencia es marcada,
esencialmente, por dónde se origina el direccionamiento de nuestras vidas, si “desde
afuera”, caso en el cual los criterios, las normas y las disciplinas nos las imponen otros, o si
más bien nos dirigimos a nosotros mismos “desde adentro”.
La persona que se dirige a sí misma “desde adentro”, porque fue criada y educada bajo un
esquema de formación liberal o, si no lo fue, porque por su propio y consciente esfuerzo
logró trascender las limitaciones a su crecimiento interior que otros trataron de imponerle,
es capaz de elegir a qué se conforma y a qué no.
Y esa capacidad de elección le abre el camino a una de las más claras manifestaciones de la
sabiduría humana, que es la aceptación, sin reclamos ni berrinches, de las limitaciones a
nuestros sueños y deseos, a nuestras ambiciones y aspiraciones.
La aceptación que más difícil se nos hace, pero sin la cual no podemos jamás estar en paz,
es la de nuestra propia mortalidad.
Pero somos presas de muchos otros límites que también debemos aceptar para poder
enfrentar la vida con serenidad y, aún mejor, con alegría. No todo a lo que aspiramos puede
ser satisfecho, por diversas causas, propias y ajenas.
Pienso, por ejemplo, en tantísimas personas a quienes nuestros nefastos sistemas sociales
niegan la oportunidad de una buena educación: la corrupción, los subsidios y la evasión
tributaria sifonan miles de millones de dólares al año que podrían ser invertidos en educar,
y el continuado dominio de la educación por un enfoque verticalista, autoritario y
memorista genera bonsais humanos, inseguros, dependientes, resentidos, en voluntad y
necesidad de sumisión, presas fáciles de la demagogia, en lugar de generar gente pensante,
confiada, respetuosa, cooperativa, constructiva.
Pienso también en los miles de aspirantes al estrellato en la música, en los deportes, la
literatura o la vida académica que, tal vez porque nunca tuvieron la oportunidad apropiada,
o tal vez porque sus talentos simplemente no están a la altura necesaria, han tenido que
conformarse … sí … ahí está, nuevamente, la palabra clave … conformarse … a ser cuarto
violinista de una orquesta de pequeña ciudad, o a jugar en un equipo de cuarta división, o a
que su gran novela nunca se publique.
¿No es bueno y sano, sicológica, emocional y socialmente, que se conformen y, como ellos,
nos conformemos todos ante las limitaciones que la vida les y nos impone, antes que vivir
todos sometidos a la eterna y desgastante melancolía de lo inalcanzable?
La respuesta, creo, es que sí … es bueno y sano que aprendamos todos a conformarnos
frente a lo inalcanzable. Nuestro ser amado no volverá a la vida. No podremos todos llegar
a ser estrellas del rock, o de la música clásica o del Manchester City, o autores de
bestesellers o profesores en Oxford.
La llave a que esta respuesta no se vuelva una invitación al desánimo y a la mediocridad
está en la idea de “lo inalcanzable”.
Si es alcanzable, atrevámonos a tratar de alcanzarlo, siguiendo la maravillosa invitación de
Kant y su ¡Sapere aude! (¡Atrévete a saber!).
Pero si luego de un honesto examen realista llegamos a la conclusión de que es
inalcanzable esa meta, aspiración o ilusión, no nos condenemos nosotros mismos a eterna
melancolía.
Quito, 10 de enero de 2024
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