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Humildad

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Decenas de millones de personas en todo el mundo presenciamos hace algunas noches la

desastrosa intervención del presidente de los Estados Unidos Joseph Biden en su debate con el expresidente y candidato republicano Donald Trump. El desafío de Biden era mostrar vigor, agilidad mental, claridad de ideas. Pero mostró todo lo contrario: se lo vio titubeante, físicamente débil, y por momentos, confundido e impreciso.


Los resultantes desafíos políticos para su partido, su país y el mundo entero son evidentes,

y darán para muchos y muy variados comentarios en los próximos meses.


No son esos, sin embargo, mis temas acá. Son otros, sobre los cuales la dura experiencia de

Biden me ha hecho reflexionar. Mientras lo observaba esa noche, sintiendo profunda

tristeza, se fueron entrelazando en mi mente tres temas: la dificultad de los dilemas, la

importancia de aceptar límites, y la permanente tensión entre las aspiraciones personales y

las necesidades y obligaciones públicas.


Todos enfrentamos, continuamente, dilemas de diversos tipos. Son aquellas situaciones en

las que debemos escoger entre dos o más opciones, cada una de las cuales es valiosa en sí, y

hacia elegir la cual nos inclina fuertemente alguna parte de nuestras razones y sentimientos. Los dilemas pueden volverse muy difíciles si los pesos a favor de la una y la otra opción son esencialmente iguales, y, en consecuencia, la balanza mental no se inclina claramente ni en la una ni en la otra dirección. Y también se vuelven angustiosos cuando las

consecuencias de una, la otra o ambas opciones son potencialmente dolorosas o dañinas

para nosotros o para otros.


El presidente Biden enfrenta un dilema monumental, que ya venía enfrentando desde que

anunció su decisión de buscar la reelección, pero que se ha hecho más notorio y más agudo

desde aquel fatídico debate con Trump. Una opción es tratar de permanecer durante cuatro

años más en la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que para él es una

posición intensamente deseable, agradable, prestigiosa, satisfactoria. La otra opción es

renunciar a su candidatura, dadas las claras evidencias no solo de que es probable que

pierda, sino, de mucho más peso, que al hacerlo aseguraría el regreso al poder de Donald

Trump, hombre egocéntrico, autoritario, venal, corrupto, racista, a quien la moral, la ley y

el derecho estorban, y a quien Biden honestamente, y a mi juicio, correctamente, ve como

una mortal amenaza para mucho de lo mejor del mundo contemporáneo.


¡Menudo dilema el que enfrenta Joseph Biden! Primero, porque cada una de las dos

opciones tiene inmenso peso para él. Por un lado, ha sido un político exitoso durante más

de 50 años, fue elegido al Senado por primera vez cuando tenía solo 29, ha visto posible su

camino a la Casa Blanca durante 30 o más de los últimos 50, y evidentemente disfruta

enormemente del poder, del prestigio y de los privilegios que vienen con el cargo. No todos

ambicionamos similar poder y prominencia, ni todos lo envidiamos por ser presidente, pero él claramente quiso serlo, y tiene todo el derecho de disfrutar de serlo, y de querer seguir siéndolo. Pero del otro lado del dilema, la amenaza que Trump representa para la

estabilidad institucional, la paz, la sana evolución social no solo de su país sino de toda la

humanidad pesan también intensamente para Biden. Durante su medio siglo de prominente vida pública, ha sido un dedicado defensor de la democracia, de los derechos humanos, de la igualdad de oportunidades, de la legalidad e institucionalidad y de la decencia. Ambos lados del dilema pesan enormemente en su mente.


Y luego, en cuanto a las potenciales consecuencias, renunciar a su candidatura para evitar

que sea elegido Trump le traería a Biden un inmenso sentido de sacrificio y pérdida

personal, pero también se lo traerían los potenciales desastres que podrá causar Trump si

regresa a la presidencia.


En este punto comienza a entrelazarse el segundo de los temas que han concitado

simultáneamente mis reflexiones.


Uno de los elementos que seguramente más está pesando en la mente de este buen hombre,

enfrentado a tremendo dilema, es la dificultad de aceptar límites, en este caso, los que le

imponen su edad y el probable deterioro de sus facultades.


Diversas realidades y circunstancias van constantemente colocando límites a la satisfacción

de los deseos, los sueños y las aspiraciones de todo ser humano, y ante cada frustración,

tenemos que elegir entre varias posibilidades, que se van abriendo en sucesivas parejas de

opciones, entre las cuales las más críticas son:


Aceptar o no aceptar el límite y sus consecuencias

Si lo aceptamos, quedarnos en paz, o insatisfechos

Si insatisfechos, hacer algo, o no hacer nada, para quitar o ampliar el límite

Si intentamos hacer algo, lograr o no quitar o ampliar el límite

Si no logramos quitarlo, llegar o no a estar en paz


Cada una de esas sucesivas disyuntivas puede traer intensas tensiones. Analicemos.


Ante la primera y la segunda, de si aceptar un límite y sus consecuencias y quedarnos en

paz, o no, a los seres humanos nos es en general difícil aceptar los límites, comenzando con

el más contundente y universal de todos ellos, el hecho inevitable de nuestra mortalidad.

Cuando se nos impone algún límite, nuestras reacciones más frecuentes incluyen

frustración, rebeldía, ira y la búsqueda de a quién culpar.


Y esas reacciones irracionales y hasta injustas son totalmente comprensibles. ¿Es fácil, por

ejemplo, para un joven que desde niño ha soñado con ser médico quedarse en paz si no

logra ser aceptado en una facultad de medicina? O, si es aceptado, ¿le es fácil aceptar que

no podrá enrolarse porque su situación económica no se lo permite? ¿Es fácil para una

joven violinista cuya pasión excede a su talento quedarse en paz ante la creciente realización de que nunca llegará a ser ni solista ni primer violín de una gran orquesta? ¿Es

fácil … aceptar tantas y tantas limitaciones que la vida va poniendo en los caminos de casi

todos nosotros? ¡Claro que no! Parte esencial del más profundo impulso vital es

precisamente la ilusión de vivir para siempre, y sin limitaciones de ningún tipo, volando,

soñando, haciendo, gozando.


Las limitaciones que la edad y el natural deterioro de nuestras facultades nos van

imponiendo, incluso a mí, y a mis contemporáneos incluido Joseph Biden, son

particularmente frustrantes porque, pasando a la tercera, cuarta y quinta de esas disyuntivas principales, no hay nada que podamos hacer para “quitar o ampliar el límite”. Otros - médicos, investigadores, científicos - han extendido nuestra expectativa de vida, y algunos de nosotros tal vez hemos contribuido algo a estar mejor de lo que pudiésemos estar, pero por mucho ejercicio que hagamos o disciplinas que nos impongamos, nos vamos

deteriorando. Ya no oímos ni vemos tan bien, el cuerpo y la memoria nos fallan, estamos

cada vez más conscientes de que nunca veremos lugares ni viviremos experiencias que

siempre hemos querido ver y vivir, de que no se concretarán muchos de nuestros sueños, de que se va acercando la hora de nuestra muerte. Reflexiones, doy fe de ello, tristes y muy

difíciles de aceptar.


Y ahí se entrelaza el tercer tema de reflexión: la tensión entre el bien privado y el bien

público. Joseph Biden está entre, de un lado, su interés, sus aspiraciones, sus deseos

personales, y del otro, la responsabilidad de no causar daño y más bien hacer el bien a

millones de otros. Sus opciones no son darse o no un gusto dañino, como la que enfrenta el

diabético que está entre si comer o no un dulce que, si lo come le dará placer, pero le hará

daño, y si no lo come lo privará del placer, pero le hará bien. ¡No! La elección de Biden es

entre un sacrificio personal entendiblemente grande, y del otro lado, el alto riesgo de

hacerle terrible daño – no creo que exagero – a toda la humanidad: Trump es terriblemente

peligroso, no solo para su propio país sino para todos nosotros.


Me apenan las evidencias de que, al parecer, el señor presidente no logra aceptar, como

creo que debe aceptar y debemos todos, la inevitable realidad y sus dolorosas

consecuencias, ni logra, como también creo que debe y debemos, colocar el interés de otros

– en su caso, de muy posiblemente toda la humanidad - por sobre sus entendibles

aspiraciones y satisfacciones personales.


Comprendo que le resulta difícil. En el fondo, ser un buen ser humano es difícil. Demanda

la virtud de humildemente, y por el bien común, aceptar aquellos límites que, en realidad, y

por mucho que quisiésemos, no pueden ser ampliados ni derribados y, no obstante,

quedarnos en paz, tratar de hacer el bien dentro de esos límites y apagarnos con serenidad.


Quito, 10 de julio de 2024

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