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Cuando uno consulta qué ha sucedido con un trabajo en proceso o con la solución de algún
problema, la persona responsable de realizarlo o de resolverlo con frecuencia responde que
ya dijo, ya consultó, ya pidió, ya llamó: dio el primer paso, pero ninguno más. No se
aseguró de que la otra persona hubiera recibido su mensaje, ni insistió en obtener una
respuesta, ni averiguó por qué ésta no ha llegado ni buscó otra posible solución. Aquella
cómoda e indolente actitud demora y, en el extremo, impide la concreción de planes y la
solución de problemas. La autorización para que un estudiante inicie una pasantía no llega a tiempo y él pierde una valiosa oportunidad. El medicamento que necesita una paciente no
llega y ella muere. En el ámbito económico, se dan bajos índices de productividad y de
competitividad y se estancan el empleo, el crecimiento económico y la lucha contra la
pobreza y la indigencia. Se generan frustraciones, decepciones y resentimientos. La
sociedad se va hundiendo en la resignada aceptación de la mediocridad, el desánimo y la
desesperanza. Y esas desastrosas consecuencias afectan a todos. En otras ocasiones,
encargamos alguna tarea o responsabilidad a una persona y, exactamente al contrario de los casos anteriores, ella toma una iniciativa que resulta contraproducente: pone seguro a una puerta que debió permanecer abierta y deja encerradas a varias personas durante algunas horas; apaga un sistema de alarma y deja abierta la posibilidad de un robo; “guarda” en un cajón un documento que debió permanecer sobre el escritorio. También en estos casos, se generan problemas, tensiones y malestar y se hacen más difíciles las vidas de muchos.
Es evidente que a las personas del primer grupo les falta iniciativa, que no están conscientes de objetivos finales, no han asumido la responsabilidad de lograrlos, no ven la necesaria conexión entre las primeras acciones y las demás requeridas. Y es evidente, también, la falta de buen sentido en aquellas del segundo grupo, que terminan haciendo tonterías porque ni reconocen ni analizan las posibles consecuencias de sus actos. Es posible que califiquemos a todas esas personas o, como mínimo, a sus acciones y omisiones, de inconscientes e irresponsables, y que les hagamos duras preguntas. A las primeras, “¿Por qué no hizo nada?” o “¿Qué estaba esperando?”; y a las otras, “¿Cómo se le ocurre?” o “¿Qué estaba pensando?”. Y si se dan consecuencias negativas, seguramente las
culparemos.
¿Es todo eso justo?
En un primer nivel de análisis, creo que sí. El principio más esencial de la ética social es, a
mi juicio, el de la responsabilidad de cada individuo por las consecuencias de sus actos y
omisiones. Rechazo categóricamente la visión de nuestra esencial agresividad y maldad, y
de la consecuente necesidad de que nuestras vidas y sociedades sean regidas por
“guardianes” o “tutores”. Acojo más bien con entusiasmo la visión de David Riesman de
que, a pesar de que ciertos seres humanos puedan vivir sus vidas enteras “dirigidos desde
afuera”, todos tenemos la opción, que muchos en efecto escogemos, de desarrollar nuestra
capacidad para “dirigirnos desde adentro”. Más aún, creo que no solo podemos, sino que
debemos hacerlo, y que la mejor sociedad es aquella en la que el mayor número de sus
miembros ha logrado altos niveles de auto-gobierno, a base de las profundas virtudes
humanas de empatía, bondad, humildad y respeto mutuo. Y en total coherencia con estas
creencias, reitero que, a mi juicio, es justo que responsabilicemos y reclamemos a las
personas cuyos actos de indolencia o de imprudencia provocan problemas para otros.
Dicho esto, el anterior análisis admite un segundo nivel.
Volvamos a analizar los comportamientos que examinábamos más arriba. Pregunto si a
cualquiera de aquellas personas que solo habían dado el primer paso, sin asumir la
responsabilidad de los siguientes, o de aquellas que habían tomado iniciativas que habría
sido mejor que no hubiesen tomado ¿se les habrá inducido alguna vez a asumir
responsabilidades? ¿se les habrá hecho pensar que debían asumirlas o que siquiera eran
capaces de asumirlas? ¿se les habrá hecho pensar seria, constante, sistemática y
analíticamente hasta llegar a sus propias conclusiones y a confiar en ellas?
¿Por qué estamos rodeados de personas con una enorme propensión a cometer actos
irresponsables e inconvenientes? ¿Solamente son responsables ellas?
Planteo que no, que también somos corresponsables quienes criamos, educamos y
ejercemos autoridad sobre otros. Los paradigmas dominantes en nuestras sociedades para la formación y guía de las personas que están bajo nuestra autoridad son profundamente
perversos. Y esa realidad nos impone tres obligaciones: comprender por qué son perversos
esos paradigmas, preguntarnos por qué insistimos en aplicarlos, y ver qué podemos tratar
de hacer para cambiar estas terribles realidades.
Los perversos paradigmas actualmente dominantes en nuestras sociedades latinoamericanas sobre el ejercicio de la autoridad paterna, materna, de profesores, de jefes, se anclan en dos premisas esenciales: la primera es que la superioridad jerárquica automáticamente confiere claridad de entendimiento, sabiduría, capacidad para tomar buenas decisiones y el derecho a imponerlas; y la segunda, que los inferiores jerárquicos - hijos, alumnos, subalternos – son esencialmente incompetentes para regir sus propias vidas. Bajo estas dos premisas, la mayoría de personas en nuestras sociedades son sometidas a regímenes de crianza y de educación, y luego de trabajo, en los que no se les brinda libertad para pensar y cuestionar, ni se les modela empatía ni se les brinda respeto. Se pretende volverlas personas moralmente rectas a base de miedo al castigo, no a través de la reflexión y de la empática adopción de una consciencia moral. El poder y la autoridad son utilizados con espantosa frecuencia para imponer abusos y humillaciones, no para estimular el crecimiento y el bienestar interior de las personas. No debe sorprendernos … al contrario, me resulta obvio … que todo aquello genere enormes masas de personas que no piensan más allá del plazo más corto, ni en las posibles consecuencias de sus actos, ni en términos de asumir responsabilidades sino más bien en términos de huirles, y que no son capaces de asumirlas porque ha sido truncada su capacidad para la empatía, que está en la base de la bondad, de la consciencia moral y de la voluntad de asumir responsabilidad por el bienestar de otros. Esas personas cuyas acciones y omisiones condenábamos más arriba no deben ser eximidas de toda responsabilidad, pero el análisis moral no puede dejar de considerar, además, a quienes – sus padres, madres, profesores, jefes - las han llevado a, y las mantienen en, esa abismal incapacidad para pensar, analizar y asumir responsabilidades, que conduce con facilidad a que no hagan lo que deben y a que hagan lo que no deben.
¿Por qué muchos padres, madres, profesores, jefes se aferran al perverso paradigma
dominante y, en consecuencia, ejercen tan destructivamente su autoridad?
Creo que esto ocurre por tres motivos, que se refuerzan entre sí. El primero es que muchas
de esas figuras de autoridad tampoco piensan: fueron condicionadas desde temprano en sus vidas bajo los mismos paradigmas perversos, y simplemente los aplican, sin cuestionarlos y sin percibir su perversidad. El segundo motivo es que, como consecuencia directa de haber sido criados y regentados a palo y mano dura, esas personas son sicológica y emocionalmente inseguras, y compensan sus inseguridades y su intensa debilidad
sicológica y emocional del modo más fácil, que es actuar de manera dominante, prepotente
y abusiva con todos a su alrededor, para tratar de convencerse a sí mismas de que son
“fuertes”. Y el tercer motivo es que, aun si llegan a darse cuenta de que están inmersos en
círculos viciosos de dolor y de sufrimiento que sienten y que causan, no tienen ninguna idea de cómo salir de ahí.
¿Qué podemos tratar de hacer para cambiar estas terribles realidades?
El hilo conductor tanto de los problemas como de las posibles soluciones es la idea de
“pensar”. Las personas que parecen indolentes no piensan en objetivos finales ni en asumir
responsabilidades. Las personas que hacen tonterías las hacen porque no piensan en las
posibles consecuencias. Las figuras de autoridad, que generan en esas otras personas su
propensión a la inconsciencia y a la irresponsabilidad, no piensan en cómo podrían ejercer
su autoridad de manera constructiva.
Para cambiar todo esto, debemos inducir a pensar a quienes más posibilidad tienen de ser
agentes efectivos del cambio.
Primero, gerentes y ejecutivos de empresas e instituciones, a quienes debemos preguntar
¿Qué hace más eficaz, eficiente, productiva y competitiva a su empresa o institución?
¿Tener funcionarios y empleados que no piensan, no anticipan posibles consecuencias, no
asumen responsabilidades, o lo contrario? Habrá muchos entre ellos, atrapados en los
perversos paradigmas tradicionales, que responderán que prefieren tener súbditos sumisos y no gente pensante. Pero habrá muchos otros, pensantes, abiertos a nuevas ideas, que estarán dispuestos a sumir el reto de cambiar los esquemas de liderazgo en sus organizaciones en favor del ejercicio de la autoridad que promueva el continuado desarrollo intelectual, sicológico, emocional y moral del personal.
Segundo, padres, madres y profesores, a quienes debemos peguntar si prefieren impedir el
crecimiento de sus hijos y alumnos a través de imposiciones, miedos y castigos o, al
contrario, prefieren fomentar su crecimiento interior para que, el día en que enfrenten
dilemas difíciles, en relación con su sexualidad, con la tentación de las drogas, con la
elección de carrera o de pareja, sean capaces de tomar decisiones acertadas que les
aseguren vidas felices y constructivas. Un estudio realizado en 1970 por el sicólogo social
chileno Víctor Nazar encontró que un 87% de los encuestados consideraban que la
principal obligación de los padres de familia era “enseñar a sus hijos a obedecer”. ¿Está
usted de acuerdo, o coincide conmigo que su principal obligación es, más bien “ayudarles a
aprender a pensar”?
Y, por favor, nótese que no he escrito “enseñarles a pensar”. No se “enseña” a pensar, como
se puede “enseñar” a usar WORD o EXCEL o a ejecutar una receta de cocina. Nuestro rol,
si queremos asumirlo, es estimular el gradual desarrollo de la voluntad y la capacidad para
pensar, con la cual vendrán madurez, empatía, consciencia moral, sentido de
responsabilidad.
¿Cómo?
Con el ejemplo.
Con preguntas: “¿Qué piensas tú?” “¿Has pensado sobre esto?”
Con la invitación a que se exprese: “Ayúdame a entender”.
Con respeto: “Aunque no estemos de acuerdo, respeto tu criterio y respetaré tu decisión”.
Con aliento: “Claro que puedes. No digas No puedo. Di No he podido hasta ahora”.
Con magnanimidad antes sus errores: “¿Puedes aprender algo de esta experiencia?”
Con reconocimiento de sus intentos: “Te felicito; veo que estás haciendo un esfuerzo”.
Con aplauso por sus éxitos: “Debes sentirte muy orgulloso”.
Sobre todo, con amor incondicional: “Siempre contarás conmigo”.
Quito, 12 de junio de 2024
……y pienso que, lo peor de esta indolencia de cuidar que los procesos continuen, es la aparición de la corrupción na vez que estas personas adquieren posiciones de poder.