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La sicología describe como “empatía” a aquel estado sicológico, y más puntualmente
emocional, en el que un individuo siente lo que siente otro.
La empatía no significa que sintamos con igual intensidad lo que está sintiendo otra
persona: sentimos algo de, pero no toda la alegría de la amiga que acaba de ser madre, o
algo de, pero no todo el dolor del amigo cuya madre acaba de morir. Pero aun si la
intensidad no es la misma, es el mismo sentimiento de alegría, de dolor, de tristeza, que al
ser compartido nos hace sentir conexión con esa otra persona. Y al hacer posible esa
conexión, la empatía contribuye de manera fundamental a satisfacer una de nuestras
necesidades sicológicas y emocionales más profundas, que es, precisamente, sentirnos
conectados, no aislados. Erich Fromm acuñó el término “separatidad” para describir el
sentimiento de total aislamiento de los demás, incluso, para el creyente, de Dios, y planteó
que encontrar respuestas a ese sentimiento de separatidad es la más profunda de todas
nuestras necesidades sicológicas. Si bien no concuerdo con Fromm en que es la única
necesidad más profunda, concuerdo en que es ciertamente una de ellas.
La empatía es también a mi juicio fuente esencial de la bondad. En un excelente libro
titulado The Origins of Virtue, el autor inglés Matt Ridley plantea una importante pregunta:
¿Qué nos hace querer ser virtuosos? Y sugiere tres posibles respuestas. La primera es que
queremos serlo por simple miedo: nos inculcan terror al castigo y al infierno desde muy
pequeños. y nos volvemos “buenos chicos”, obedientes y sumisos. La segunda posible
respuesta es que queremos ser virtuosos para lograr aceptación – familiar, grupal, social – y así, en cierto sentido, evitar la “separatidad” que describe Fromm. Y la tercera posible
respuesta es que nos mueve a ser buenos la empatía: queremos ser buenas personas porque
conocemos el dolor y, movidos por la empatía, no queremos causar dolor a otros. A mí me
resulta profundamente persuasiva esta tercera posibilidad, que hace de la empatía la fuente
de la bondad: no solo hace posible nuestra conexión con otros, de por sí tan necesaria;
permite, además, que les hagamos el bien, y que ellos nos lo hagan a nosotros.
Me referí al inicio de estas líneas a la empatía como un estado emocional de “un individuo”
no de “una persona”. Lo hice porque muchos estudios han establecido que no solo los
humanos somos capaces de empatía; es también claramente observable en chimpancés,
ballenas y delfines, lo cual sugiere que no es una facultad que aprendemos, sino más bien
una capacidad para la cual el potencial es innato.
Si, como parece ser razonable, asumimos que su potencial es innato, el nivel en que se
manifiesta no es el mismo en todos nosotros. Puede, en el extremo, no manifestarse nunca,
o puede menguar y hasta desaparecer. Para precisar lo que esto significa, pensemos, entre
otros ejemplos, en la capacidad de todos nosotros para ver u oír: salvo que tuviésemos
alguna deficiencia congénita o sufriésemos un accidente o una enfermedad que lo impida,
podemos ver y oír siempre, no solo por momentos. Pero no es ese el caso con la empatía.
La capacidad para sentirla es más bien como la fortaleza de los músculos: salvo algún
impedimento, todos la tenemos en potencia, pero podemos nunca desarrollarla, o podemos
perderla luego de haberla desarrollado. Hay personas con poca y hasta ninguna capacidad
para empatía, a quienes describimos como frías y emocionalmente desconectadas, y hay
circunstancias en las cuales las personas pierden su capacidad para sentirla.
¿Por qué?
Nos ayuda a responder a esta pregunta la identificación de los factores esenciales del
desarrollo de la empatía. Se desarrolla natural y espontáneamente – de ahí que cabe
describirla como una capacidad para la cual el potencial es innato - cuando una persona
recibe afecto y ternura y experimenta una de las mayores bendiciones posibles, que es
sentir que es amada incondicionalmente, desde su temprana infancia, y cuando crece en un
ambiente en el cual todas las personas – sus padres, hermanos, abuelos, tíos, amistades – se tratan mutuamente con cuidado y respeto y responden a las necesidades afectivas mutuas. Todos esos comportamientos nacen de la empatía, que puede ser verbalmente explícita (“Comprendo cómo te sientes” … “Comprendo tu dolor” … “Déjame cuidarte”) o puede ser expresada de manera no verbal, con una sonrisa, un abrazo, el acto de brindar cuidados. Y desde niños muy pequeños, todos somos capaces de observar, valorar e imitar esos comportamientos, y de comprender, intuitivamente, que nacen de una combinación de, primero, empatía – sentir el dolor, la angustia, el miedo de la otra persona – y segundo,
bondad – la voluntad de aliviar ese dolor, esa angustia, ese miedo. El niño que crece en un
ambiente empático y bondadoso aprende a ser empático y bondadoso, no porque le dicen
que así debe ser, y menos porque se lo imponen, sino porque se lo modelan. No hay manera
más efectiva de ser buen padre o buena madre que ser un modelo de buena persona.
Y fluye de ahí la explicación de por qué hay personas que nunca desarrollan su capacidad
para la empatía. Tal vez, como sucede en muchos casos, no tuvieron el inestimable
privilegio de sentirse incondicionalmente amadas, porque fueron concebidas al interior de
una relación carente de amor – un momento de pasión irresponsable, un matrimonio
obligado, una pareja que nunca logró construir una relación de verdadero amor - o porque
sus padres o sus madres no deseaban concebirlas, o, en la circunstancia más dramática de
todas, porque fueron concebidas en actos de violación y/o de incesto. Puede también
suceder porque sus madres o sus padres están llenos de dolores, resentimientos, torbellinos y demonios interiores producidos, incluso, porque ellos tampoco recibieron amor incondicional. A esas realidades emocionales de por sí terribles, se agregan múltiples otros factores que pueden reforzar la inhibición del natural desarrollo de la capacidad para la empatía, incluidos maltratos físicos y sicológicos y abusos de diversos tipos en el hogar,
bullying por compañeros y profesores en la escuela o el colegio, fracasos sentimentales.
Existen también personas cuya capacidad para la empatía se desarrolló adecuadamente,
pero luego menguó y hasta desapareció. El caso más claro de esta pérdida de capacidad
para la empatía y para conexiones afectivas de cualquier tipo es el de ex combatientes y
víctimas de violencia sostenida que sufren del trastorno de estrés postraumático o TEPT.
Una variante de este fenómeno se da en conflictos altamente escalados, cuando los
miembros de un grupo A son víctimas de bombardeos y diversos otros actos de barbarie
perpetrados por miembros de un grupo B, y como consecuencia pierden su capacidad para
empatía, no en general, como en el caso del TEPT, sino específicamente hacia los
miembros del grupo B.
¿Pueden recuperar su capacidad para la empatía las personas que la han perdido o
desarrollarla las que nunca la desarrollaron?
Sí, ambos procesos son posibles, aunque de ninguna manera fáciles.
Los terribles efectos de la carencia de amor, en especial de amor incondicional en la
infancia, son reversibles. Seres iluminados, que emanan luz, en quienes el amor es, en otra
bella frase de Erich Fromm, un estado del alma, logran transmitir su luz interior a los
atribulados y adoloridos. He podido verlo muy de cerca, bendecido como he sido con tener
en mi entorno más íntimo a tres mujeres maravillosas, mi segunda madre, mi esposa y
nuestra hija, a cada una de las cuales he visto ayudar a sanar heridas muy profundas en las
almas de miembros de nuestra propia familia y de muchas otras personas cercanas a
nosotros.
Del ejemplo de esas benditas mujeres he aprendido que aquella lucha entre el bien y el mal,
que en nuestras tradiciones filosóficas y religiosas ha sido generalmente concebida como la
confrontación entre la divinidad y el demonio, es decir, una lucha externa a nosotros, frente
a la cual lo que debemos hacer es pedir protección y piedad, es, al contrario, un desafío
interior.
La empatía, el amor y la bondad de quienes, como ellas, ayudan a sanar las heridas
interiores de otros, inspira, estimula, ayuda, pero no sana. De nuestros demonios interiores
solo nos libramos, quienes los tenemos, cada uno con su propio esfuerzo, nacido de la
voluntad de enfrentar el desafío interior.
Y pienso que el camino a enfrentar ese desafío interior, que puede llevar a desarrollar
nuestra capacidad para la empatía y la bondad, comienza por aceptar y honrar la dignidad
de todo otro ser humano y conscientemente rechazar esos fatales condicionamientos, a los
cuales hemos sido expuestos todos, que nos llevan a mirar como inferiores, a despreciar, y
hasta a odiar a uno o más grupos que concebimos no solo como “diferentes” de nosotros
sino, mucho peor, como amenazas existenciales. El espantoso drama del Medio Oriente
refleja el hecho que, de lado y lado, pueblos que podrían coexistir en una paz mutuamente
constructiva están atrapados más bien en esa destructiva visión de que la supervivencia y el
bienestar del otro grupo amenaza la mera existencia del propio. Esa misma dinámica ha
infectado el cuerpo social y político de los Estados Unidos: quienes apoyan a Trump ven en
Biden y sus seguidores, y los que apoyan a Biden ven en Trump y sus seguidores no a
personas buenas con quienes tienen desacuerdos sobre políticas públicas, sino a enemigos a los que se debe destruir. Y nosotros en América Latina hemos vivido y vivimos, desde hace
siglos, infectados de racismos, clasismos y revanchismos que impiden que actuemos con
empatía y con mutua bondad y construyamos buenas sociedades.
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Todo eso puede cambiar.
Quito, 29 de mayo de 2024
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