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Una de las características que a mi juicio más nítidamente distingue a nuestra especie de las demás es nuestro sentido estético, la capacidad humana para apreciar, buscar, regocijarnos con, sentirnos conmovidos por algo que describimos como “bello”.
¿Qué es bello?
Me declaro a favor de un total subjetivismo estético. A mi juicio, es “bello” o “delicioso”
para cada quién lo que provoca tres reacciones en él o en ella: una espontánea sensación de
placer para los sentidos o la razón; el deseo de volver a vivir esa experiencia y el recuerdo
siempre placentero de ella. No considero válida, y más aún, rechazo enfáticamente la idea
de que una pieza de música, una poesía, una estatua o una pintura es objetivamente bella o
fea, o que un postre es objetivamente rico o no. Creo que las únicas reacciones lógicamente
defendibles frente a lo que uno ve, oye, huele, saborea, toca o piensa son “Me gusta” o “No
me gusta”.
Mi creencia de que la reacción subjetiva de cada quién es el único estándar legítimo para
juzgar si algo es “bello” o “delicioso” es directamente contraria a la idea históricamente
dominante de que existen bases legítimas sobre las cuales se puede distinguir objetivamente entre lo bello y lo feo, el buen arte y el malo.
Claro ejemplo de esa idea, que rechazo, es la afirmación de Aristóteles, al inicio de su
Poética, de que “su propósito es explorar cuál es el efecto correcto de cada tipo de poesía y
qué estructura o plan es esencial para un buen poema”. Las frases “el efecto correcto” y “un
buen poema” no dejan lugar a duda: Aristóteles creía que eran identificables los criterios
bajo los cuales se podía formular un juicio de ese tipo. Más adelante en la obra, propone
uno en particular, la fidelidad con la cual una obra de arte “imita” a la realidad, cuya
validez me resulta tan cuestionable como la del concepto en sí de “criterios” para juzgar
“buena” o “mala” una obra de arte.
Podemos ver otro ejemplo de esa arrogante tendencia en la experiencia de los miembros de
uno de los movimientos artísticos más estimulantes y, para mi gusto, más maravillosos de
la experiencia humana, el Impresionismo. Es muy conocido el rechazo del que fueron
objeto sus principales exponentes por parte de los comités de selección de obras para el
Gran Salón de pintura que se llevaba a cabo cada año en París. Según el historiador del arte
Ingo F. Walther:
Para los Impresionistas, encontrar donde exhibir sus obras era vital para la
supervivencia. Sus esfuerzos en tal sentido se convirtieron en una fuerza impulsora
en la historia del arte. El Impresionismo ocupa un lugar clave en la historia de las
galerías y las exhibiciones; de hecho, esa historia sería escasamente comprensible si
no fuera por la lucha de los Impresionistas por evitar el rechazo.
¿Rechazo basado en qué? En que sus obras simplemente no gustaban a un pequeño grupo
de pretensiosos pero poderosos auto-declarados “árbitros” del “buen gusto” o el “buen
arte”, quienes junto con la mayoría de sus contemporáneos veían a los Impresionistas,
según Walther, como la expresión de una “modernidad rebelde”.
Esa última palabra revela con claridad el origen de esa postura. Nace de la marcada
tendencia de quienes se consideran “superiores” a querer imponer sus creencias, sus valores e incluso sus gustos a los demás. El subjetivismo estético que defiendo, cuya esencia es el pleno derecho de cada persona a decidir libremente qué considera bello, agradable o delicioso, no es más que una defensa de la libertad individual, la cual es inaceptable para quienes quieren imponer las ortodoxias. Lo que ellos nos están preguntando, con su farsa del “buen arte”, la “buena poesía”, “la buena música”, es “¿Cómo te atreves a tener tu propio criterio?”
Y bueno …me atrevo, y defiendo el derecho de toda persona a atreverse, a seguir la
invocación kantiana de ¡Sapere aude! (¡Ten la audacia de saber!) y, al ir conociendo sus
gustos y preferencias, desarrollar una de las dimensiones esenciales de su plena humanidad.
¿Cómo se forman nuestros gustos?
Es ampliamente aceptada la creencia de que se forman por condicionamiento: según esta
creencia, a una persona le gusta la música clásica porque sus padres la escuchaban, a otra le
gusta el ají porque sus padres lo comían, y así sucesivamente.
Aunque es evidente que existe algún, y hasta un sustancial nivel de condicionamiento en el
desarrollo de nuestras preferencias individuales, creer que son determinadas, y peor,
determinadas exclusivamente por condicionamientos externos – de la familia, de la
sociedad en la que nacimos y/o crecimos - es, a mi juicio, un grave error, y aún más grave
el de pensar que así debería ser.
Ofrezco dos evidencias de que nuestros gustos no son totalmente determinados por
condicionamientos. La primera es de mi propia experiencia, que estoy seguro corresponde a la de muchos de nosotros: para mi padre no había delicia más grande que un plato de sesos de res en mantequilla negra. Pero a mí no solo no me gustan: no los puedo comer. Provocan en mí un rechazo intenso. Fiel a los principios de la imposición de ortodoxias, Papá respondía a mis expresiones de desagrado con ordenar que se me sirva un segundo plato de sesos, luego de que hubiera terminado el primero, porque “¡Son ricos y te deben gustar!”
La segunda evidencia es la historia de cómo comenzó la aventura que eventualmente llevó
al arqueólogo alemán Heinrich Schliemann a descubrir la antigua Troya. Paseaba por el
puerto de Hamburgo, y oyó cantar una canción que nunca había oído, y que le encantó.
Buscó de dónde venía, y encontró un barco griego acoderado en el puerto, en cuya cubierta
cantaba un marinero. A partir de ese momento, fascinado con el bello sonido del idioma,
Schliemann estudió griego, comenzó a leer historia y literatura griega, y cuando leyó La
Ilíada, llegó a la conclusión de que ese tan detallado y complejo relato no podía haber
nacido de la fértil imaginación de Homero, sino que debió ser real. Logró financiarse, se
fue a Anatolia, y descubrió las ruinas de Troya. Mi experiencia muestra que la sensación de
intenso placer no viene de otros, ni puede ser impuesta. La de Schliemann muestra que uno
puede tener una intensa sensación de belleza respecto de algo que nunca antes había
conocido.
Establecido así que en realidad cada quién va conociendo qué es bello, agradable o
delicioso para él o para ella, he observado que hay marcadas diferencias entre unas y otras
personas en dos aspectos esenciales del sentido estético. El primero es la riqueza de la
experiencia estética, y el segundo es el espíritu de exploración estética.
La mayor o menor riqueza de la experiencia estética está dada, primero, por el número de
ámbitos en los que uno disfruta estéticamente. Podemos ver y oír lo bello en la naturaleza
… una puesta del sol sobre el Océano Pacífico, colibríes revoloteando, la aurora boreal,
árboles majestuosos, montañas, cataratas, la infinita variedad de plantas y flores, un pavo
real en pleno despliegue de su plumaje, un jaguar caminando. También vemos lo bello en
obras de arte fijas, es decir, las que podemos observar por largo tiempo … edificios,
catedrales, acueductos, esculturas, pinturas, dibujos, libros, joyas, muebles, porcelanas,
cristales, tejidos, ropajes; y también vemos y oímos lo bello en las artes fugaces, que nos
van deleitando de instante en instante … la música instrumental, el canto en toda su
amplísima variedad, el ballet, la danza, la ópera, el accionar de un deportista. Sentimos
deleite en aromas y en sabores que han dado lugar a las exquisitas artes de la cocina, la
repostería, los vinos, licores, panes, jamones y quesos. Sentimos belleza en el contenido de
ideas y en la forma de su expresión en poemas, novelas, ensayos, artículos, libros. Y la
sentimos grande y profunda en momentos de comprensión y de ternura.
La segunda dimensión de la riqueza de la experiencia estética está dada por su intensidad.
Hay aquello que nos parece bonito, agradable, rico, pero luego hay aquello que nos parece
bellísimo, delicioso, maravilloso, y hasta nos conmueve, como me ha conmovido leer los
Versos del Capitán de Pablo Neruda o escuchar el trío “Archiduque” de Beethoven. No
podemos explicar esa intensidad. Solo la sentimos. El maravilloso (para mí y muchos otros)
pianista y director de orquesta Daniel Barenboim alguna vez comentó que, para él … y es
importante subrayar la subjetividad del juicio … para él, hay buenos compositores, grandes
compositores, y luego … ¡hay Mozart!
El espíritu de exploración estética, por otro lado, nos lleva a seguir buscando nuevas
experiencias de lo bello, lo maravilloso, lo asombroso. Tal vez la manera más obvia de
satisfacer ese espíritu es viajar, adonde mucho o casi todo es distinto de lo que ya
conocemos. Pero la exploración estética es ampliamente factible aun en nuestros ambientes
más familiares: podemos observar plantas, árboles, pájaros, casas, edificios, paisajes con
nuevos ojos y oídos, abiertos no a volver a ver y oír, sino a descubrir lo que antes no habían
visto ni oído. Podemos leer algún libro que tenemos hace tiempo, pero nunca hemos
abierto. Con la maravilla del Internet, podemos visitar todos los grandes museos del
mundo, escuchar música, ver danza, oír recitar poesía.
Me pregunto si todos llegamos a iguales niveles de riqueza en la experiencia y de
acuciosidad en la exploración estética. Creo que no. Recuerdo a una señora a quien alguna
vez oí decir “Lo que es, yo no he aprendido nada nuevo en años, y soy feliz así”. Mi liberal
respeto por el derecho de cada quién a pensar, sentir, vivir como mejor se sienta mientras
no haga daño a los demás me lleva a respetar su criterio. Pero ciertamente no lo comparto:
me pregunto cuánto se habría perdido hasta que lo dijo, y cuánto se perdería después.
Quito, 26 de junio de 2024
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