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Durante toda mi vida académica, he puesto mucho énfasis en que no pretendo enseñarle
nada a nadie, y solo pretendo estimular el aprendizaje. Pensando sobre ello, nacieron
algunas reflexiones que comparto acá sobre ese proceso que he buscado siempre estimular.
Comienzo con una pregunta: ¿Qué nos impulsa a aprender?
En gran medida, es un proceso natural y espontáneo: vamos aprendiendo desde antes de
salir del vientre materno, cuando se van grabando en nuestras mentes sonidos como el del
latido del corazón de mamá y quién sabe qué otros recuerdos y experiencias que nos van
marcando y se quedan con nosotros para siempre. Luego de que nacemos, el proceso de
aprendizaje continúa: aprendemos espontáneamente a reconocer los ojos y la voz de mamá
y, gradualmente, a identificar, reconocer y apreciar objetos, sonidos, aromas, colores,
sensaciones, personas, estados de ánimo, hechos, eventos, lugares. Y ese aprendizaje
natural y espontáneo no ocurre solamente en las mentes de pequeños bebés. Sigue
ocurriendo durante el resto de nuestras vidas. Las realidades que vamos experimentando, lo que vemos, leemos, oímos, los descubrimientos que vamos haciendo, lo que otros nos
comunican, todo eso se va grabando en nuestras mentes sin necesidad de una consciente
decisión de si grabarlo o no.
Pero no todo nuestro aprendizaje ocurre así. Una de las muchas características distintivas de ese maravilloso instrumento que es la mente humana es la curiosidad, bellamente ilustrada por el llamado experimento de Kant. La historia cuenta que el gran filósofo prusiano echó a rodar una pequeña pelota por el piso de una habitación en la cual estaban, lado a lado, un bebé humano y un gato. A Kant le llamó la atención que, mientras el gato fue corriendo tras la pelota, el bebé humano volteó la cabecita, aparentemente para tratar de ver de dónde venía. Fascinado con lo que acaba de ver … por eso lo llamamos su “experimento” … Kant volvió a rodar la pelota por el piso una y otra vez, y obtuvo el mismo resultado en cada ocasión.
De la curiosidad puede nacer un aprendizaje que, a diferencia del espontáneo que veíamos
hace un momento, es consecuencia de la consciente decisión de tratar de encontrar
respuestas a preguntas como ¿Qué es? ¿De dónde vino? ¿Cómo funciona? ¿De qué está
hecho? ¿Quién o qué lo creó? ¿Es bueno, malo, beneficioso, peligroso? ¿Qué hay del otro
lado? ¿Por qué se mueve? ¿Por qué es verde, o redondo, o se inclina o titila?
Pienso, por ejemplo, en el extraordinario descubrimiento de la penicilina, en 1929, por el
Doctor Alexander Fleming. Alguien le había regalado una naranja, que él había dejado
sobre una mesa en su laboratorio en Saint Mary’s Hospital en Londres donde estaba
realizando cultivos de microorganismos. Al comenzar a podrirse, la naranja había
desarrollado una capa de bacterias de aquel característico color verde-turquesa, sobre la
cual Fleming dejó caer, por accidente, un trocito de uno de sus cultivos. Pasado un tiempo,
observó que justo en el lugar en que había caído ese trocito, había desaparecido el color
verde-turquesa de la cáscara de la naranja. Y se preguntó: ¿Será que el microorganismo que
había caído había matado al otro microorganismo que antes había sobre la cáscara? Esa
pregunta llevó a Fleming a descubrir la penicilina y, más ampliamente, los antibióticos, uno
de los saltos más extraordinarios en el asombroso proceso de evolución cultural de nuestra
especie, desde nuestros antepasados cazadores y recolectores hasta los tiempos actuales,
que Jacob Bronowski describe con el bello término “el ascenso del hombre”.
Pensar sobre esto me ha llevado a preguntarme ¿Es usual, y hasta frecuente, un proceso
mental como el de Fleming? ¿Todos buscamos aprender por decisión consciente?
Mi experiencia me sugiere que son bastante usuales en la mente humana los primeros dos
pasos en la secuencia que acabo de describir: la percepción de anomalías (“Acá parece que
hay algo raro”), y la curiosidad (“¿Qué será?”).
Pero pienso que una vasta mayoría de nosotros no va más allá. En el caso de Fleming, luego de la primera expresión de curiosidad (“¿Qué habrá causado la desaparición del color verde en esa parte de la cáscara?”) formuló una hipotética respuesta: “Tal vez los microorganismos que yo estaba cultivando mataron a los que habían crecido en la cáscara de la naranja”. Y luego, diseñó y llevó a cabo una serie rigurosa de experimentos y pruebas para determinar si su hipótesis era válida. Y resultó ser válida. Y su monumental descubrimiento ha salvado millones de vidas.
A diferencia de Fleming, lo que creo que hacemos la mayoría de nosotros, la mayor parte
de las veces, es preguntar “¿Qué será”? encogernos de hombros, aceptar que no sabemos, y
seguir adelante.
¿Por qué muchos de nosotros, tal vez la mayoría, no vamos más allá?
Identifico dos posibles respuestas, que no se excluyen entre sí.
Primero, ha sido larga y profunda, y sigue muy presente, la influencia del oscurantismo,
aquella nefasta idea de que no es conveniente dejar que la masa, el pueblo, “los de abajo”
adquieran conocimientos. Un pueblo ignorante es más fácil de explotar y de someter que
uno en el que muchos piensan. Entre los mayores objetivos de los populistas que tanto daño
han hecho y pretenden seguir haciendo en nuestra América Latina está el de evitar que
crezca y cunda la influencia de la educación liberal, cuyo objeto primordial es,
precisamente, fomentar el desarrollo de mentes libres, inquisitivas, exploradoras,
cuestionadoras, creativas … mentes como la de Alexander Fleming, capaces y ávidas de ir
más allá de simplemente “¿Qué será?” … “No sé”. La historia de la educación pública en
nuestros países muestra una progresión positiva: durante muchos siglos, prácticamente no
la había. Hoy la hay. Pero sigue siendo monumentalmente deficiente y retrógrada: estimula
la memorización y el adoctrinamiento, no el pensamiento libre y la reflexión. Desarrolla
personas sumisas, temerosas y dependientes, que en su mayoría no se atreverían a, ni se
sienten capaces de, “ir más allá”, desafiar los paradigmas dominantes, formular nuevas
hipótesis, buscar comprobarlas.
Y segundo, el aprendizaje … la adquisición de conocimientos y comprensiones … tiene al
menos dos lados oscuros, que provocan miedo.
El primero radica en el hecho que, para aprender, no solo miramos hacia afuera – al
universo, a la naturaleza, a la humanidad – sino también podemos mirar hacia adentro. Y
ahí, casi siempre, hay mucho dolor y mucha angustia que tienden a estimular el deseo de
huir antes que de conocer y comprender. Es por esto que resulta tan difícil para la mayoría
de nosotros seguir la admonición de Sócrates de conocernos nosotros mismos y de ser
leales a nosotros mismos.
Y el segundo lado oscuro del aprendizaje, que también se vincula con el gran Sócrates, es
que la adquisición de conocimientos y comprensiones casi siempre nos lleva a darnos
cuenta de lo poco que sabemos y comprendemos y, como directa consecuencia, a
incrementar nuestra profunda angustia ante la casi infinita incertidumbre de nuestras
existencias.
Así que muchos se resisten al aprendizaje voluntario. Recuerdo la ocasión en que oí a una
persona decir “Hace años que no aprendo nada, y soy feliz así”. Puedo comprender el
sentimiento. Pero comprenderlo no me lleva a celebrarlo. Creo que estaríamos mejor si más
y más de nosotros tuviésemos la voluntad y la capacidad para “ir más allá”, tratar
conscientemente de aprender, comprender, encontrar respuestas. Y creo que el camino
hacia esa posibilidad pasa por dos grandes oportunidades que nuestras sociedades pueden y deben acoger: la educación liberal, y el consciente desarrollo de mayores niveles de
inteligencia y seguridad emocional.
Quien llega a aprender no solo infinitud de hechos y conceptos y normas y procesos, sino,
además, el secreto de su propia serenidad, puede amar y ser feliz. Y ahí solo llega quien ha
podido pensar libremente y ha compartido profundo y real amor.
Quito, 29 de noviembre de 2023
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